LVI

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Llevaba su capa de lana hecha por su esposa personalmente. Debajo las mismas ropas que habían sido ensangrentadas en el palacio. Sus vendajes limpios y cubriendo ese rostro que ya no era el que había adorado una vez. Había sido muy vanidoso, aunque no lo suficiente para enloquecer cuando perdió parte de esa belleza.

Salió de la cabaña con su capucha cubriéndole la cabeza y las manos resguardadas de cualquier mirada. Como una sombra. Recorrió así los caminos entre ruinas, donde apenas quedaban unos pocos miserables que no tenían a dónde más ir. Sabía que el asentamiento de los nobles, luego de abandonar los campamentos de cacería, era la aldea Yangdong, donde pasaban tiempo visitando las casas kisaeng y embriagándose hasta el olvido, y que estaba cerca. A pie, llegaría al alba.

En todo el camino, e incluso al cruzar por algunas villas vecinas, lo siguió una brisa que estremecía hasta los huesos. Las miradas se clavaban en él, como si desencajara en esos lugares que no eran glamurosos, pero cuyos habitantes querían hacer ver importantes. Le rehuían, como intuyendo que sucedería algo escalofriante. Quizá por los rumores sobre forasteros extraños.

¿Quién no habría escuchado ya sobre el ataque al palacio imperial?

Era mejor que las calles estuvieran vacías, incluso si ese no era más que un mendigo buscando refugio. Era el pensamiento de todos antes de salir de su vista y entrar a sus casas rogando que al día siguiente aún pudieran despertar.

Desde la entrada de Yangdong, en cada calle hacia las residencias donde se encontraban los nobles, no había más que unas cuantas personas barriendo o intentando limpiar algo en los muros; como si quitar el polvo del polvo sirviera de algo. Se escuchaban las risas de los hombres en las tabernas y podían verse a algunos por los portales abiertos de las diferentes casas.

Entonces alguien se percató de la figura encapuchada, con sus ropas brillantes debajo ondeando con el viento y botas negras. Con esos vendajes asomándose en donde deberían verse las puntas de los dedos y la barbilla. Se estremeció y salió corriendo provocando que otros miraran también.

— Por los dioses. —Murmuraron algunos alejándose paso a paso, sin poder apartar la mirada.

— No es cierto. —Suspiraban preocupados algunos más.

— El hombre de los vendajes.

— El que dicen que incendió los palacios.

— El que asesinó al emperador y al séptimo príncipe.

— El que reparte muerte.

Huyeron. Todos comenzaron a correr sin esperar a que sus gargantas reaccionaran para poder gritar. Finalmente, esa persona no estaba haciendo nada excepto caminar.

Se movía silenciosamente como si conociera cada calle, cada vuelta, cada rostro o al menos tuviera idea de a dónde ir. Con su rostro escondido por la capucha, nadie pudo reconocerlo, justo como quería, así que nadie lo detuvo antes de que llegara hasta una de esas casas kisaeng y se detuviera frente a una de las piezas.

Escuchó desde afuera cuatro voces masculinas y vio la silueta de uno contra el papel.

Corrió las puertas en silencio y se acercó sin removerse los zapatos hasta la espalda del hombre. Le llamó:

— Lord Ko Yun Soo. —El hombre apenas pudo voltear. Un poco ebrio, ni siquiera se movió un milímetro de su lugar antes de que la espada le cortara la cabeza.

Los gritos y llantos de las mujeres que se encontraban allí alertaron al resto de la casa.

— Todas las personas que una vez juré proteger, todos aquellos que una vez pelearon a mi lado, ¿se han divertido cavando sus tumbas?

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora