CXVI

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Desde muchos años atrás, allá en las tierras del norte, el poder que les confirió la aparición del príncipe heredero Hwan había sido una base de fortaleza para todos los habitantes de Hwang. Nuevos y viejos, los sanos, los lisiados, etcétera... Para ellos no había distinción, si uno respiraba era suficiente para que se le considerase miembro común de su pequeña sociedad. Esos principios humanos les habían heredado la fuerza del sol al morir su príncipe, y no era algo literal, sino referido a la fuerza de la gran estrella en sí misma. Capaz de dar vida dependiendo de su condición con otros planetas, con su gran fuerza magnética, sus inmensas cantidades de sustancias que lo queman con ese calor abrazador que se siente tan bien luego de una temporada helada. Pero también capaz de destruir, devorar y cegar con su violenta naturaleza.

Así eran ellos.

Así habrían crecido y seguirían haciéndolo porque ya habían estallado en dolor varias veces antes. Porque habían cargado a sus muertos tragedia tras tragedia, cremado sus cuerpos y vivido la miseria de ser oprimidos, azotados, de mirar al cielo en busca de esperanza. Habían cedido una vez bajo ese enorme peso, solos. Muy solos. Hasta que él llegó.

No teman derramar su sangre por lo que aman. Cada miseria nos volverá más fuertes al levantarnos...

Esa voz, que había sido dulce como el néctar de las fresas maduras, y reacia como el hierro que ellos mismos soldaban, había dictado su principio más importante.

Amen. Amen a su familia, a sus amigos, a su gente, su tierra y su libertad. Amen cada instante, porque nunca volverá...

Esa promesa les hizo mover montañas. Secar mares. Tocar el sol...

...

Aparecieron en el umbral de la ciudad el día en cuestión. Estaba nublado, pero había luz.

Llegaba ya el crepúsculo y los primeros en avistarlos fueron un grupo de esclavos de artesanos, que pisaban barro en una enorme zanja.

Nadie sabía quiénes eran, pero lo pudieron imaginar.

El grupo de cincuenta personas montadas en caballos enormes y fuertes, vestidas de negro y con máscaras blancas inexpresivas invadieron las calles volviendo realidad el horror que sólo habían imaginado cuantos hubieran escuchado los rumores de los sobrevivientes de Hanyang.

Ocurrió sin vacilación todo lo que no habría llegado a ese lugar si no hubiese sido por la orden del emperador. Espadas en mano. Trotes fuertes e imparables. El sonido del ondeo de cadenas. El silbido de las flechas. Se movieron y dispersaron como viento entre la hierba dejando cientos de cuerpos inertes, todos pertenecientes a nobles o sus guardias, o a cualquiera que se interpusiera en su paso.

Su destino sería el palacio.

Líneas de guardias imperiales, que confirmarían a doscientos soldados, los recibieron metros adelante.

Muchos hombres contra pocos. Pocos que tenían una determinación tan firme como los golpes y ataques que les concedían, que estaban entrenados para no ceder al miedo y el dolor hasta que sus cuerpos no pudieran más. Pocos que, no sólo poseían sus grandes habilidades desarrolladas desde el entrenamiento que el propio príncipe Hwan les dio, sino que iban dirigidos por un joven que fue enseñado desde pequeño y nunca, realmente, se olvidó de su entrenamiento y que, además, estaba furioso.

Había pasado mucho tiempo desde que Jeong dejó de culpar a cada ser vivo sobre la tierra y se quedó solamente con el resentimiento hacia los nobles. Después de todo, él podía leer cuando todo pasó. Él había visto el cartel en las calles anunciando recompensa por la cabeza del príncipe Hwan, firmado por quién se sentaba en la silla del emperador en esos momentos.

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora