XXXIII

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La noche había caído. No era la primera vez que la joven llegara tarde a casa, siempre con las excusas de haber estado atendiendo a algunas personas. La primera vez, Hwan se había preocupado de que alguien pudiera haberle hecho daño y se había obligado a levantarse. Desconocía el camino que ella habría seguido, pero había avanzado hacia donde sabía que se encontraba el pueblo, sólo para encontrarla a medio camino, tan despreocupada recogiendo algunas hierbas de la orilla del sendero. Por un instante no supo si se había avergonzado por haberla buscado tan desesperadamente o por la tranquilidad con la que ella le dijo:

«Confíe en mí. Esta gente no me lastimará.»

Miró al cielo repleto de estrellas detrás de las pesadas nubes. Allí brillaba en un tono azul, morado, casi negro y la luna resplandecía vagamente, logrando colar su resplandor entre algunas rendijas que dejaban las nubes.

— Ya es muy tarde. —Susurró. La oscuridad prominente le miraba, lo envolvía en un manto formado por pequeños copos de nieve, que caían como una fina llovizna, pero amenazando con quedarse y volverse agresivos en el transcurso de la noche. Corrió la puerta del pequeño establo detrás de la casa, del cual no había sido consciente hasta que Geu Roo se lo comentó al revelar que había resguardado al caballo.

No era especialmente impresionante. Sólo una habitación más de madera, el espacio suficiente para un caballo, o quizá dos, algo de heno amontonado en un rincón, un bebedero lleno y ese olor a los animales que él conocía del campamento de los soldados.

El corcel estaba libre allí, de pie, golpeteando su pata contra el suelo y mirando fijamente al joven. Hwan elevó una mano hacia este.

— Necesito tu ayuda. Ella no ha vuelto, y no podré llegar lejos en esta condición. —El animal recibió su caricia sobre la nariz. En realidad era dócil para ser el caballo de un soldado. Adivinando: seguro que lo habrían maltratado mucho y, al sentirse en un ambiente más seguro, por supuesto después de no volver a ser herido y envenenado, habría tomado confianza con los jóvenes. Se quedó quieto mientras Hwan lo rodeaba para montarlo y finalmente salieron ambos a todo galope.

La nieve les escoltó todo el camino sin impedir por completo su visión. La última vez que Hwan había tenido vista de ese paisaje había sido durante la recuperación del territorio contra los manchúes, pero nunca había llegado al pueblo, así que desconocía si seguía el camino correcto. No había huellas. La nieve ya las había borrado. No había un sendero. La nieve ya lo había cubierto. Lo único con lo que contaba era su memoria. El recuerdo del camino que había visto tomar a la chica y los canales congelados que seguían un trayecto recto.

Ni dos horas tardó en llegar a la entrada del desolado, moribundo, pueblo. Se detuvo a contemplarlo. La nieve lo cubría, enterraba los restos de las casas desechas y bloqueaba el paso de algunas otras. Había sombras escurriéndose entre los muros, corriendo por las callejuelas, asomándose tras las ventanas rotas, cubiertas con papel o mantas en las casas que estuvieran habitadas, y de las que salía un ligero brote de luz de alguna vela. Los caminos estaban desolados y tan oscuros como el trayecto anterior.

Avanzó entre esas ruinas hasta lo que percibió como la plaza gracias a los restos de una fuente en la que se cruzaban los caminos de los canales. Se detuvo de nuevo e inspeccionó alrededor. Había escuchado pasos a su espalda, después el silencio, el golpeteo de las pezuñas del corcel, murmullos y finalmente nada. En su inspección, distinguió algo tirado, medio cubierto por la nieve y no podía equivocarse. Era un brazo humano.

Desmontó usando la orilla de la fuente como escalón y se apresuró hacia aquello en el suelo. Era un anciano. Su cabeza tenía rastros de sangre que escurrían contra un lateral de su cara, su expresión de terror que debió tener al último instante era todo lo que quedaba de su vida. Sintió en el cráneo la flacidez que había dejado el golpe al romper el hueso y volvió a recostarlo. Notó, entonces, la canasta de Geu Roo tirada cerca de los pies del anciano. Llevaba una bolsilla con semillas, otra más grande con naranjas, algunos racimos de hierbas verdes o secas, un par de rocas de río y dos botellas de licor que había rodado un poco.

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora