XXVI

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«Cuando wonja ascienda, la muerte rondará en cada rincón»

Esa noche, tras despedir a Hwan, que iniciaría la marcha rumbo al campamento según lo informado a todos, sobre los palacios se cernió una pesada nube de insomnio. No había ni un ruido, mas era imposible mantener los párpados unidos más de unos segundos.

Envueltos en una creciente bruma mental que, si fuera real, sería tan espesa que no verían sus propias manos, eran presa fácil de las ilusiones que su subconsciente creaba.

¿Acaso Hwan volvería convertido en una bestia más salvaje? ¿Por qué les había sonreído de esa manera antes de irse? ¿Y si todo era un truco? ¿Y si, en realidad, estaba escondido entre la oscuridad y los gritos que se habían escuchado horas habían sido a causa de sus sangrientas acciones? ¿Y si los acechaba en medio de la noche con un par de ojos brillantes, rastros de sangre en las manos, ropa y cara y un par de colmillos filosos con los que desgarrar la carne?

Quizá dejarse llevar demasiado por el miedo siempre saca a flote las evidencias de la idiotez humana.

Por supuesto, si Hwan hubiese querido hacer algo, incluso enviarlo al otro lado del mar no habría sido suficiente para detenerlo. Su supervivencia era una lección de lo que podía conseguir la voluntad y la determinación. Y él tenía mucha. No era necesario recalcarlo una y otra vez, pero era todo lo que podía pasar por la mente de todo aquel que le tuviera tanto miedo, especialmente después de su forma de despedirse. Normalmente se habría despedido con una reverencia, mirando fijamente a su padre, se habría dado la vuelta y se habría marchado sin más, pero esa ocasión... había hecho su venia, después giró un cuarto de vuelta a la izquierda, miró a la emperatriz y elevó la comisura derecha de sus labios dejándola ver su sonrisa, esa siniestra curva que todos juraban que ponía al repartir la miseria a otros. Se giró hacia la puerta y tomó unos segundos para observar también a sus hermanos y hermanas.

Su primer paso resonó, como un golpe seco, sobre el acabado del suelo y después pareció una tormenta bien ritmada cuando salió. Aún a medianoche, ese sonido persistía como una interminable marcha. Por ello, y envuelta en una escalofriante inquietud, la emperatriz había pasado horas arrodillada, con los ojos cerrados, las manos juntas y moviendo ligeramente los labios para replicar físicamente los clamos en el templo, ante figuras de oro rodeadas de velas, linternas, bandera e inciensos. Rogaba por frenar lo que vendría. Como si eso realmente fuera a ayudarla.

La luz de las velas no alcanzó a revelar más que la silueta al otro lado de la puerta antes de que esta se abriera. El viento se coló. Frío y lóbrego. Después se escuchó un caminar sin esfuerzo que apenas producía un sonido de arrastre.

— Su majestad —Le llamó su doncella— lleva aquí desde el crepúsculo. Deberíamos volver al palacio ahora.

— ¿Heo Han-Gil se ha retirado ya del palacio? —Su doncella pareció pensarlo un momento.

— Nadie lo ha visto desde que el cielo oscureció por completo, majestad. Seguramente se fue después de hablar con usted y los príncipes mayores. ¿Quiere que lo vaya a buscar?

Jin Kyong elevó la mirada hacia la placa con el nombre del dios del cielo grabado.

— No. Hablaré con él por la mañana. Es preciso evitar tan terrible presagio. —Se levantó apoyada por la soltera. Colocó dos varas más de incienso e hizo una venia antes de darse la vuelta.

Los corredores eran vigilados solamente por unos cuantos guardias, apostados en las esquinas con sus linternas a un lado. Hicieron sus reverencias ante el paso de la emperatriz, quien, por su parte, era escoltada por sus doce doncellas, diez eunucos que la servían como guardias, dos que portaban las linternas y seis más que cargaban el sedán.

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora