La oscuridad de la noche ya los rodeaba mientras avanzaban escondidos entre los altos troncos alrededor del sendero. Encontrarse no había resultado tan difícil ya que Hwan conocía su territorio y Geu Roo no. Ella, el niño y el caballo se habían quedado escondidos en un callejón desolado y después los tres se habían marchado cabalgando a todo galope por varias horas siendo ese bosque semidenso seco, en el que los sonidos de la tormenta regresando eran estruendosos, era lo único que los mantenía lejos de la vista de los guardias. Todavía, Hwan, podía percibirlos en la lejanía, destruyendo cada rincón por encontrarlo, escuchaba los ensordecedores trotes y cientos de voces gritando, lamentándose. Aún resonaban en su cabeza con el corte del viento que habían producido las flechas antes de atravesar esos débiles cuerpos.
Era ya muy tarde cuando llegaron a la entrada de un pequeño pueblo. Abrigados con unas cuantas capuchas y escoltados por nada más que una pertinaz, aunque fina, lluvia y la bruma. Sobre el caballo, Geu Roo abrazaba al pequeño niño con una mano, en la otra llevaba la espada pretendiendo que su posición no incomodara o lastimara a nadie y, a su espalda, los cubría Hwan con el control de las riendas. Sus puños níveos estaban ensangrentados y magullados y su expresión era tensa, forzándose a mantenerse apacible, pero su respiración se regulaba con dificultad. Estaba inhalando mayormente por la boca y su pecho se inflaba a ritmo constante y lento. Si se enfrentaba a un nuevo ataque, no tendría fuerza para levantarse de nuevo. Había creído que lo peor se había acabado cuando se liberó de los crueles tratos de la emperatriz, pero… ¡Que gran error! Todas esas desgracias no se comparaban, ni en una centésima parte, con lo que había vivido en las últimas veinticuatro horas.
Escuchó al niño toser con fuerza.
— Debemos encontrar un lugar para calentarlo.
— Lo hallaremos. —Consoló. — Yo los mantendré a salvo. —Apenas había terminado de pronunciar esto cuando un ruido les atrajo.
— Pss. Su alteza. —Escucharon con más claridad. Buscaron con la mirada hasta dar con una anciana en el umbral de una de esas pequeñas casas. Llevaba ropa muy sencilla. De hecho, podría haberse levantado apenas, pues incluso tenía el cabello atado en una trenza despeinada.
— Por aquí. —Hizo señas con una mano.— Lo reconoció. —Fue lo primero que asombró a la curandera.
— Sí lo hizo. —Miró sobre el hombro de Geu Roo al niño y después al umbral. — "Es sólo una anciana. No será difícil deshacerme de ella si intenta algo."
Guió al caballo.
Ya cerca, pudieron ver que la mujer no era realmente tan anciana. Tenía la cara arrugada, sí, pero su cabello aún tenía un poco de color, era delgada y lucía débil. Les abrió la puerta por completo mientras desmontaban y los recibió con una venia.
— Saludo a seja-jeoha. —Pronunció. Su voz era ronca y temblorosa. — Diez mil vidas en paz.
— No es necesario. —Intervino Hwan antes de que ella se arrodillara. Lo miró triste.
— Soy una pobre campesina, su alteza, pero… le pido que reciba mi reverencia.
Dos. Cuatro. Diez. Diez palabras bastaron para hacerlo sentir culpable de detenerla. Le soltó los brazos y se alejó un paso para permitirle inclinarse.
La casa era pequeña, con sólo dos habitaciones y un cuarto de baño pequeño al que se accedía desde la cocina, que era el mismo lugar que la estancia y el comedor. Olía a aceites de yerbas y flores. Había rastros de hojas secas trituradas en un pequeño tazón de madera junto al fogón, que la anciana se encargó de encender para hervir agua en un cazo con arroz y algunas verduras.
— Disculpe que no le ofrezca más guarniciones, su alteza —Habló un poco nerviosa, emocionada, mientras servía tres raciones de sopa de arroz—. La situación es terrible para los plebeyos.
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Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇
Historical FictionHay quienes dicen que la mala sangre se hereda, que si has nacido con un corazón negro así será para siempre, pero lo cierto es que nadie nace odiando, mucho menos deseando ver a todos a su alrededor muriendo en soledad y agonía, en el olvido, la de...