CVIII

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En cada paso que hemos dado, nuestro código ha sido inquebrantable. Hemos honrado a nuestros muertos, hemos agradecido cada año de vida. Hemos vivido como hermanos, sin disputas, sin condenas, pero escondidos. Magullando nuestro orgullo al temer ser hechos prisioneros o esclavos. Al combatir, hemos elegido hacerlo uno al lado del otro y no lo haremos por codicia de tesoros o poder, sino por devolvernos lo que una vez nos obligaron a abandonar. Nadie olvidará que somos peligrosos. Nadie olvidará que cada gota de sangre que se derramó para herirnos se cobrará con diez mil gotas más. Y nunca nadie que busque nuestro fin volverá a pronunciar las sílabas que nos forman sin sentir su piel erizarse de terror. Nunca, nadie, podrá detenernos, porque vivo uno, viviremos todos…

La muralla de la ciudadela tenía alrededor a unas cuatro o cinco villas lejanas por unos sesenta y cinco kilómetros, misma distancia del diámetro de las murallas, lo que suponía un recorrido de entre diez y doce horas a paso constante para recorrerla de inicio a fin o llegar, desde las altas puertas, al pueblo más cercano.

La montaña se encontraba a tres kilómetros al sureste de esa muralla. Estéril. Oscura. Impénétrable. Y entre la ciudadela y esa fúnebre figura enorme de tierra sólo había una formación de soldados que se refugiaban en los, recién terminados, recintos de vigilancia.

El viento gélido sacudió los rastros secos de vegetación con un susurro inentendible.

Huyan mientras puedan.

Helaba la piel hasta hacer sentir delgados cortes en los labios, la cara y manos descubiertas.

El primer copo de nieve cayó sobre una hoja seca en el suelo dejando un lunar blanco apenas perceptible entre la oscuridad de aquel crepúsculo lleno de neblina.

La espera había llegado a su fin…

— Ah, la primera nevada. Nos esperan días difíciles. —Suspiró un hombre mayor, con la barba crecida y el cabello grasoso por la falta de lavado de dos días. Dejó su alabarda apoyada en el estante correspondiente mientras su compañero, a su espalda, se mantenía en silencio siendo estrangulado sin piedad por una figura que se había mantenido escondida en la oscuridad de la pequeña habitación.

El filoso hilo de metal, aunado a la fragilidad que había adquirido la piel por la exposición al frío, rasgó el cuello de la víctima. Se deslizaron hilos de sangre hasta su ropa y finalmente se paralizó.

— Eun Sang… —Llamó el que había estado de espaldas dándose la vuelta.

Una mano lo atrapó por el cuello y otra por el cabello antes de estrellarlo con mucha fuerza contra el muro sólido.

El dolor, tanto del golpe en su cabeza como en su espalda después de tambalearse y caer, fue casi imperceptible por el asombro. Aquella persona era un hombre joven que llevaba el uniforme de los vigías de las murallas.

Aún aturdido por la agresión y situación, lo percibió acercándose. Sentándose sobre su estómago. Sintió una de sus manos heladas sujetarlo por el cabello de nuevo y la otra de las mejillas hasta clavar en estas lo que pensó que eran sus uñas. Demasiado largas. Demasiado filosas. Demasiado frías.

Apenas pudo estar consciente de la forma en que su cabeza fue azotada contra el suelo una y otra vez. Pudo escuchar sus huesos crujir hasta que la parte posterior de su cráneo quedó destrozado y la vida se esfumó de sus pupilas con esa imagen como último recuerdo. Ese joven con una mirada llena de ira y piel pálida era alguien a quien ya jamás descubriría…

La bruma, espesa y asfixiante, sumergió las pequeñas habitaciones alineadas descendiendo desde la cumbre de la montaña junto a un total de cincuenta figuras que se movían como depredadores expertos. Sujetaban sus armas con firmeza y sin que intervinieran en su paso.

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora