XXIX

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"Tuve un sueño. Un horrible sueño.

El peculiar olor de la sangre fue lo primero que pude percibir. Mi cuerpo tembló violentamente, incapaz de sostenerse en ambas piernas y cayó a contraviento, batiendo con rudeza mis ropas y cabello en una caída que no debió haber durado más de unos instantes. Los ojos en los que confíe toda mi vida sonreían alejándose de mi alcance. ¿De verdad, no había ni una pizca de dolor? Claro que no. Sabía lo que había hecho y no lo rechazaba. Por el contrario, parecía haberlo disfrutado. Me convertí en algo menos que un soldado muerto en batalla. Una coraza vacía y sin la mínima importancia. Una cosa que siempre será rechazada. La burla de todos. ¿Era así?

Sentí la presión del agua aplastarme. Asfixiarme. Ante mis ojos se extendía la oscuridad absoluta.

Siempre me dio miedo la oscuridad. No por ser lo que era, sino por los inquietantes y siniestros ruidos que la llenaban. Mi temor crecía ante el pensamiento de que se hiciera visible todo lo que los provocaba, o peor aún, que pudiera escuchar los más lejanos pensamientos de ese profundo y penetrante terror.

Mi respiración se estaba deteniendo. O algo la bloqueaba. Me recordaba la sensación en mi nariz luego de haber llorado durante horas, encerrado en una habitación alejada de todos. Prisionero de un mundo confuso, formado por el miedo, la soledad, el dolor. Prisionero de la emperatriz de la nación. En esos días no dejaba de pensar que era mi culpa. Que todo era culpa mía. Que debía haber nacido cargando una terrible culpa, y me preguntaba si era de esa culpa de lo que mi madre me protegía. Entonces ella venía a mi mente. La recordaba muerta ante mí. Pensaba en su cálido abrazo y su voz susurrando entre la lluvia que todo estaría bien. La recordaba sentada a mi lado en mi cama, con sus manos protegiendo la luz de una vela para que yo pudiera dormir.

Me pareció escuchar su voz llamándome. No fui capaz de protegerla. Pero, de entre mis sollozos a ese martirio, a un vuelco violento que tuvo mi mundo seguro, entendí que no era mi culpa. Nada lo había sido. Mi padre intentó protegerme porque me amaba más que a cualquiera, pero en tiempos de guerra... ¿cómo podría hacerlo?

La verdad es un trago amargo. Creí que esa era la razón por la que percibí el horrible sabor en mi boca, mezclado con la sangre. Tuve frío. Después dolor. Después lo escuché de nuevo:

¿Su alteza? ¿Puede escucharme? "








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China, Rusia y Corea del Norte, son separadas por una frontera natural formada por dos ríos; Tumen y Yalu, ambos nacientes del monte Paektu.

Hace muchos años, siglos incluso, además de contar con la división caudalosa, Corea del Norte contaba con una gran muralla en el límite de las ciudades de Pyongan y Hamgyong. Usaban un sencillo sistema de drenaje para aprovechar los ríos y abastecerse. Este consistía en ductos de un metro que atravesaban por debajo de la muralla, formando canales dentro de cada ciudad.

Tras esas grandes murallas se alzaba el sol cada mañana de primavera y verano. Su resplandeciente rostro iluminaba el pasto verdoso y el agua cristalina que corría por los canales hasta el último rincón. Las montañas se alzaban con orgullo envueltas en ángulos y curvas igualmente verdosos y castaños, con pequeñas salpicaduras de colores que eran las flores. El aroma a la hierba frondosa y el piar de los pájaros había sido lo que más se extrañara en las temporadas de otoño e invierno, en las cuales la tierra se cubría de un manto anaranjado o blanco, con tonos azules como la exquisita agua. El sol no se aparecía, pero el cielo permanecía vagamente iluminado a través de las nubes opacas. Las tormentas fluían hacia abajo por las montañas llevándose las hojas y flores que hubieran abandonado las ramas de los árboles. Más tarde, la nieve caía en pequeños copos que, en una noche, habían abrazado por completo los techos y calles sin una gota de pavimento.

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora