XLVII

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Resonaban entre el eco los chillidos, lamentos, gritos de agonía de las pobres víctimas del fuego. La aldea se volvía cenizas, las llamas se tornaban de colores rojizos intensos despidiendo esa nube negra que subía hasta el cielo, y el enemigo rodeaba el arco como si se tratara de un espectáculo, montados en sus caballos admirando el fuego, reteniendo a algunos jóvenes que les pudieran ser útiles para una u otra función.

Gracias a las dos flechas que los atacaron, y una más que siguió cuando el caballo se alejó, Hwan descubrió desde dónde eran vigilados y no dudó ni un instante en abalanzarse hacia allí.

— ¡Aquí es…! —Hwan lo cayó golpeando su boca con suficiente fuerza para hacerlo escupir varios dientes.

La mirada de desprecio y la insistencia del hombrecillo que encontró por combatir con él agravó la sensación colérica que despertaba dentro del príncipe. Usó una sola flecha para atravesarle la garganta de lado a lado y se precipitó hacia las casas percibiendo el olor de la carne y leña quemada. Ya algunos aldeanos, envueltos en llamas saltaban a los estrechos canales, otros corrían como una estampida, golpeándose y empujándose por las callejuelas.

— ¡Príncipe! —Lo notó alguien entre la multitud.

— ¡Auxilio, príncipe! —Se le acercaron algunos más. — Mis hijos. —Sollozó una mujer con rastros de sangre en toda la cara. — Se han llevado a mis hijos, príncipe.

— ¿Dónde están? ¿Quién hizo esto?

— Llegaron en caballos, príncipe…

Un brillo entre el fuego alertó. Hwan apartó, con un brazo, a la gente a su alrededor y estiró su espada provocando un profundo corte en el pecho de otro soldado.

El ver ese uniforme de nuevo dejó en claro todo.

— ¿Cómo se atreven? —Torció los labios. Luego miró a la gente y a la aldea.
— Arderá. Todo arderá. Deben salir pronto. —Señaló al lugar por dónde había llegado. — Ayuden a todos los que aún respiren y diríjanse a las cavernas detrás de las minas. Busquen refugio allí hasta que vuelva con quienes son por ahora prisioneros. Carguen a los heridos y protejan a los niños. Hombres, todos deben llevar al menos una roca con la que defenderse y no se separen a menos que los persigan. Corran.

— Pero, su alteza…

— Mi esposa, ¿dónde está?

— No la hemos visto, su alteza. Quizá se la llevaron con los otros. —Él dirigió su mirada a cualquier lado, intentando encontrar siluetas entre el fuego.

— Váyanse. —Reiteró.
— Los hallaré. Váyanse.

Uno a uno, hasta que volvió a formarse "la bola", se marcharon siguiendo el camino señalado por su príncipe.

— Su alteza, use esto. —Un joven le ofreció un artículo para labrar la tierra y una espada de poco filo. Hwan la tomó y asintió en agradecimiento.

En más de una ocasión había visto ese espectáculo. Todo era consumido hasta las cenizas, todo ser vivo que tuviera piernas corría buscando salvación. Tanto tiempo les había tomado reconstruir un hogar y en un segundo los campos se habían secado, las casas destruidas y los aldeanos asesinados.

¿Era divertido? ¿Habían disfrutado colgando a inocentes y dejándolos quemarse, asfixiarse con el humo y vapores calientes? ¿Era divertido esconderse del fuego como sombras mientras acosaban a más jóvenes, mujeres o niños por él?

— Por favor, no —Sollozaba un chico menor a los dieciséis años, al que sujetaba Sae young por el cabello, apuntando a su garganta con una espada y haciéndolo ver a una jovencita mayor que él aprisionada, con las mejillas rojas de tantas bofetadas que le había propiciado otro soldado—. Es mi hermana. No la lastimen.

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora