XXXII

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Llegó el invierno en lo que pareció un abrir y cerrar de ojos. Las calles cambiaron sus lodosos caminos por unos congelados, cubiertos con una nube blanca que les carcomía los pies. Las plantas habían muerto por el frío, los canales estaban congelados y la gente se resguardaba donde le fuera posible para evitar convertirse en esculturas de hielo. Tan clásico del invierno. Una época de tristeza, hambre y muerte.

Las montañas, el cielo, cada rincón se escondían tras la niebla densa de la mañana. Abrigada con una corta capa de lana que tenía desde los doce años, un par de guantes rellenos con papel para calentarlo más y una bufanda vieja de color amarillo, Geu Roo cruzó su casa con su canasta de bambú contra la cintura.

Sobre el papel que traslucía la luz, se contorneó la silueta cuando ella se acercó. Corrió la puerta y miró al exterior antes de salir. Ver a ese joven de pie movía en ella emociones indescriptibles. Era un milagro, quizás. Había tenido que sufrir por nueve días más antes de asegurarse de que el corcel había sobrevivido y, con la cara más pálida, los labios ensangrentados y la muerte al filo de su cuello, soportado ser perforado nuevamente por una hoja bien afilada, para permitir que el tenebroso antídoto penetrara en sus heridas. Resultó aún más sorprendente que, tan sólo dos días después de eso, hubiese mejorado, quedándose con un leve dolor de estómago y fiebre, pero finalmente sobrevivió. Sobrevivió y ahora se encontraba a un par de metros del pórtico, practicando movimientos marciales que le permitían recuperar flexibilidad, un poco de fuerza y regularidad tras un largo reposo en cama.

— "Su señoría debe ser el hombre con mayor fuerza de voluntad que haya conocido." —Dio un paso al frente colocándose los zapatos.
— Su señoría. Su señoría. —Él la miró. Su cabello estaba trenzado por debajo de la nuca, caía sobre su hombro. Negro. Completamente negro sobre esa tela de color marrón. Ropa abrigadora que ella misma le había proporcionado, y que había pertenecido a su padre. No llevaba bufanda, ni guantes, ni siquiera una capa. Sólo sus botas negras con las que lo había encontrado, por lo que no se sorprendió de descubrirle las manos pálidas, al igual que su rostro y cuello, con excepción del sonrojo que provocaba el frío.
— ¿Se encuentra en condiciones para estar aquí ahora? Debo ir al mercado y no quisiera que vaya a lesionarse o congelarse. Recuerde que aún podrían abrirse sus heridas. Además, es un día frío. —Él sonrió de lado.

— Estaré bien.

Apenas habían pasado siete días desde que el antídoto había estado listo. Sus heridas estaban casi completamente curadas, aunque era difícil saber si su piel se recuperaría. Por otro lado, su rostro se había iluminado y recuperado viveza. Había vuelto a esa apariencia de rasgos suaves y de gran belleza. Sus tobillos parecían más fuertes y le permitían andar con confianza, rodeado de un aire que gritaba convicción, seguridad y grandeza. En unos meses nadie creería que ese chico había sido arrastrado por el río, golpeado, que estuvo desangrándose hasta pintar sus ropas con ese color, envenenado, medio muerto y un poco podrido.

— Recuerde que prometió seguir mis indicaciones al pie de la letra, su señoría. No debe quedarse mucho tiempo en el aire helado.

— De acuerdo. —Tan pocas palabras. Tanta seguridad. Una simple sonrisa y ella sintió que su corazón se aceleraba.

— "¿Cómo es posible? He curado a muchos soldados, pero él… él es distinto para mí."

— ¿Luzco aún muy mal?

— ¿Uh?

— Se quedó mirándome fijamente, señorita. ¿Aún tengo una apariencia tan lamentable? —Se pasó una mano sobre la costra que quedaba en su mejilla. — Estoy seguro de que esto es lo único, en mi cara, que aún no se ha ido.

— Oh. No es nada, su señoría. —Bajó la cabeza. — Sólo pensé que usted se ha mejorado mucho. Es bueno verlo tan repuesto.

— Se lo debo, señorita. —Ella negó con la cabeza, casi completamente imposibilitada de emitir palabra alguna por la sonrisa que reprimía.
— ¿Irá a ver el pueblo hoy?

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora