XXXV

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El cielo relucía en tonos opacos, apenas iluminando lo suficiente gracias al reflejo de la luz contra la nieve. Nieve que se apilaba sobre los caminos sobrepasando los tobillos de un adulto promedio. Las nubes se cerraban en el cielo tomando formas que se adaptarían a cualquier cosa.

Hwan abrió los ojos y su vista borrosa no pudo identificar nada. Sabía que se movía. Se tambaleaba sobre algo plano y sus costillas dolían.

Los guardias lo habían metido en una jaula vacía sin preocuparles la sangre que brotaba de su cuerpo.

«Si muere en el camino, igualmente venceremos»

Habían sido las palabras con las que se consolaron. Pero ¿qué pasaba por sus mentes? Nada. Nada excepto las riquezas y la gloria a la que no estaban dispuestos a renunciar.

Cruzaron la pequeña ladera hacia el pueblo. En las calles apenas se veían a uno o dos transeúntes recorriendo el amplio, aunque poco abastecido y concurrido, mercado.

— Mira, son los cobradores del emperador.

Apártate del camino, hija. Déjalos pasar.

— Han traído a más esclavos.

— Más bocas que alimentar.

Refunfuñaban en voz baja mirando con cautela a los sobrevivientes.

Cuando la vista del príncipe se calibró dio un primer vistazo alrededor. Poco tardó en reconocer los vestigios de la capital al otro lado de la jaula. De nuevo la pérdida se pronunciaba. Ya no estaban esos altos árboles cubiertos de hojas anaranjadas, frágiles, a punto de caer, ni las calles llenas de vida y ruido. Ahora, era el invierno y el miedo lo único que las concurría.

Contempló, aún un poco desorientado, una fina cortina de nieve cayendo. Esta, se había acumulado sobre las maderas de la jaula y era la principal razón de que hubiese despertado.

— "Estoy aquí." —Cruzó por su mente e intentó levantarse apoyándose sobre su brazo derecho. Sintió su costado contraerse con dolor. Entonces se descubrió atado y prisionero.

«¡Foso! ¡Foso! ¡Foso!»

Recordaba haber escuchado.

Una roca le golpeó la cabeza y después otra en el estómago haciéndolo abrir los ojos grandes y encogerse en posición fetal.

— ¡No son necesarias más bocas aquí!

— ¡Holgazanes! ¡Sólo sobrevivieron para seguir invadiendo nuestra capital!

— ¡Regresen a sus campos!

— ¡Ya hay suficiente gente! ¡No los queremos aquí!

Ese acento. No cabía duda de que estaba de vuelta en Hanyang, pero… ¿dónde estaba la grandeza de la que su padre se sentía orgulloso? La ciudad no tenía por qué lucir como si hubiera sido un pantano de gente. No tenía que ser tan miserable. La guerra no había cruzado esa muralla. Estaba seguro. Hubo unas cuantas batallas al otro lado y la muralla, en sí, se agrietó y partió, pero no hubo invasión manchú en el otro lado, entonces:

— "¿Qué es lo que ha pasado?"

Llevaba días. Meses. Llevaba meses pensando en ese día. Por supuesto que no pensó llegar así. Atacado con piedras por la gente que antes creyó cortés, ni luciendo como un simple campesino encapuchado, con el cabello medio despeinado y sin su corona, atado de las muñecas y los tobillos y echado sobre una carreta como un venado después de una cacería. Se había preguntado una y otra vez si la guardia del imperio estaría por ahí buscándolo y pensaba en su padre desconsolado esperándolo en su hogar y, después de todo ese tiempo, después de un tiempo que sintió infinito, por fin volvía a casa para encontrarla así.

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora