«Los amo. Estoy muy orgulloso de cada uno. Cuando ya no puedan verme más, deberán recordarlo. Cuando tengan miedo y ya no pueda estar allí para abrazarlos y velarlos, recuerden que pueden cuidarse unos a otros. Cuando miren al cielo y fijen una estrella, recuerden que su madre y yo los amamos donde sea que estemos. Cuando se sientan solos y abatidos, piensen en encontrarnos en una vida futura. Seré su padre, ustedes serán mis hijos, su madre será suya y mía de nuevo. Los cuidaré con mi vida. Me aseguraré de no perderlos de nuevo.»
Resonaba en su cabeza su propia voz. Entre sus brazos aún sentía el calor de ese trio de cuerpecitos aunque el viento frío le golpeaba de frente. Aún se sentía junto a ellos. Aún veía sus ojitos mirándolo fijamente, sentía sus manos tocándolo con gentileza y se dibujaban en el aire esas sonrisas:
«Te amamos, papá. Todo estará bien.»
Víctima de la enfermedad, más que del maltrato de los últimos enfrentamientos, escupió un nuevo y exagerado brote de sangre. Sus piernas, enterradas hasta los tobillos en la nieve, parecían ya no estar dispuestas a avanzar más, pero ya podía comenzar a ver las luces de las linternas en lo que, supuso, sería el grupo avanzando.
Apretó sus mandíbulas obligándose a continuar. Llegaría a ellos. Los haría alejarse lo suficiente para que no pudieran percibir las luces en la cabaña, alejándose. Habría de llegar y hacerlos retroceder. Quizá decir "a todos" era demasiado ambicioso, pero si iba a morir, arrastraría consigo a cuántos pudiera en esa horrible tormenta. Los haría morir entre la nieve y después él mismo tendría un final en el que nadie más tendría el gusto de matarlo.
«Después de que me haya ido, comienza a preparar la carreta. Toma a los caballos. A todos. Cárgalos con todo lo que puedas. Después despierta a los niños y váyanse. Tomen una ruta alterna hacia Hanyang. Hacia la montaña y busca un pobre asentamiento a medio construir. No habrá más de cien personas y estarán escondidas. Mis hijos los conocen bien, aunque es probable que sean un poco hostiles, pues han sufrido ataques de muchos de esta nación, pero no te alteres, no los lastimarán. Hazles saber que yo no volveré y deja que se marche quien así lo decida. Tienen tesoros suficientes para vivir bien por años. Una parte corresponde a mis hijos. Si todos deciden irse, tomen lo que corresponde y déjalos marchar.»
Seung Ju ató las jaulas de madera para evitar que se cayeran. La mayoría llevaban aves. Patos y pollos, en general. Algunas otras llevaban artículos diversos. Materiales de construcción, una vieja espada bien conservada. Otras mantas, hierbas, tarros, etcétera. Empacaba sólo lo más esencial, aunque si fuera posible arrastraría incluso la casa.
«Toma esto. Es todo lo que puedo dejar en mi memoria.»
Observó la pequeña caja bien pulida, abierta y exaltando aquella corona dorada que tantas veces había usado como wonja. En la mesa estaba también la espada del imperio y el álbum que preservaba esa imagen gallarda de Hwan y la de su familia. Tomó los tres lleno de melancolía. Era lo último que debía guardar en la carreta, pero antes de salir una vocecita llegó a sus oídos:
— ¿Tío Seung Ju? —Él miró a su espalda.
— Ari. —Se limpió los ojos mientras ella frotaba los suyos aún somnolienta. — ¿Te desperté con el ruido? —Ella negó.
— Tuve un sueño feo. ¿Dónde está mi papá?
El nudo se apretó tras la lengua del adulto. Volvió sobre sus pasos, dejó las cosas en la mesa de nuevo antes de acercarse a ella y ponerse a su altura. La miró en silencio y ella a él.
— Tu papá... —Comenzó. Carraspeó aclarando su garganta—. Hoy tenemos que irnos de aquí, Ari. La gente que los persigue ya casi llega hasta aquí. —Sintió su labio inferior temblar.
— Tu papá se fue para distraerlos y que yo los saque a salvo de aquí. Me dijo que debemos ir hacia la montaña de Hanyang.
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Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇
Historical FictionHay quienes dicen que la mala sangre se hereda, que si has nacido con un corazón negro así será para siempre, pero lo cierto es que nadie nace odiando, mucho menos deseando ver a todos a su alrededor muriendo en soledad y agonía, en el olvido, la de...