LXXXV

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El trayecto desde el pequeño pueblo anterior hacia el siguiente había tomado toda la mañana y la mitad de la tarde.

Originalmente, toda esa zona sería, por poco, catalogada como un desierto, pero lo cierto es que había sido uno de los tantos efectos del largo abandono que había tenido años atrás. Aún quedaban algunos rastros de vegetación conformada por pequeños grupos de hongos alrededor de algún cedro o pino, se veían algunas cuevas que, seguramente, habrían sido rodeadas de esa coloración verde que la humedad da a las rocas y que deberían haber estado infestadas de insectos, pero ahora debían ser madrigueras de animales más grandes y sólo por refugio instintivo entrarían allí mosquitos o grillos.

No había casas en kilómetros, pero era natural. La zona, en sí, no estaba destinada a ser ocupada por grupos sedentarios. No había pasos de agua, ni serviría la tierra para trabajarla, lo que conformaba al menos el setenta por ciento de los requerimientos para asentar cualquier tipo de pueblo o ciudad, mas fueron exactamente estos aspectos los que favorecieron la relajación del grupo que por allí cruzaba. Si fuesen solamente sureños quienes formaban el equipo, seguramente no sólo habrían estado perdidos, sino que estarían aterrados a llorar. Bandidos y depredadores hambrientos serían la primera razón para ello, pero ya que los adultos que acompañaban al único sureño nativo habían recorrido esos pasajes y los habían conocido, incluso si fue vagamente, estaban seguros de un estimado en tiempo que tardarían en ver civilización y evitaron que el resto cayera en desesperación o paranoia a estar perdidos.

Por suerte, el tramo no era realmente grande y no estaban en la completa escasez como les había sido conveniente hacer saber al pueblo anterior. Al principio, el camino estuvo completamente cubierto de terracería blanda, pero pronto comenzaron a ver un sendero con piedras sembradas al azar, lo suficientemente ancho para que cruzaran dos carretas a la vez, adornado a los costados con restos de animales que hubieran sido lanzados por aquí y allá para ahorrarse la pestilencia entre la gente, ya que el sendero guiaba hasta el cruce con un nuevo pueblo al otro lado de un nuevo arco de madera. "Villa artesanal Beon-yeong" se leía en un letrero de madera, al estilo del viejo oeste, que señalaba con su punta al pueblo. Allí acababa el camino de piedra y comenzaban senderos torcidos de otro tipo de acabado, quizá de arcilla misma o de tabiques enterrados.

La iluminación del día ya casi se despedía, y el fuego titilaba entre alto y poderoso y leve a punto de apagarse en unas puertas a causa del viento.

Entre las grietas de los senderos, a sus costados y desperdigados por otros lados crecían matorrales que alimentaban al ganado, y delgados puños de hierba o setas a los insectos.

El grupo permaneció quieto admirando el arco de madera y la cerca alta que formaban la fachada del pueblo. En el arco se leía de nuevo el nombre de la villa y se posaban sobre este algunas aves grandes. Un par de halcones, de hecho, que los miraban tan atentos como ellos a estos. Curiosos unos de otros por su aspecto.

Les hubiera gustado quedarse un rato más a inspeccionar, pero una voz les llamó desde el otro lado del arco.

— ¿Van a entrar, forasteros? Ya viene el desfile del ganado. —No había sido un comentario rudo, aunque sí impaciente.

— ¿Eh? Oh, sí.

Arriaron a los caballos y finalmente cruzaron, recibidos, de nuevo, por miradas curiosas.

— ¿Dónde estamos? —Susurró una de las niñas a sus compañeros mayores mirando todo desde el interior de la carreta.

— El aire huele a arcilla y al calor de los hornos, y hay mucha cerámica expuesta. Debe ser un lugar de artesanos.

— Niños, guarden silencio. —Inquirió paciente y en voz baja el joven adulto que conducía la carreta. Los pequeños se acurrucaron juntos de nuevo y se quedaron callados.

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora