LXXXI

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Las gotas de lluvia caían frente a sus ojos sin señales de su pronto cese. De pie en el pórtico, Yul contemplaba la lejanía extendida a sus pies; invitándolo a explorarla para hallar a su hermana.

Ari.

Habían pasado horas desde que terminaron su trabajo con los aldeanos y se habían separado. Confiado en el juicio de su hermana, se había retirado a sus actividades, sólo para descubrir al anochecer que ella no estaba. De nuevo.

Yul había corrido de par en par las puertas de la habitación de ella y la halló vacía, con las puertas opuestas cerradas. Todo estaba recogido y se sentía el frío de los muros, lo que revelaba que no había estado allí desde horas atrás.

En la puerta principal sólo se hallaban sus zapatos y los del castaño. Y el pórtico salpicado con gotas de agua y lodo.

— ¿Es tan grave que no esté aquí? —Intervino el mayor en sus pensamientos mirándolo desde su espalda con curiosidad.

— No importa. —Se giró de vuelta al interior. — Ella nunca puede estarse quieta.

— Ninguna mujer en la familia puede. Eso es lo que las hace tan sobresalientes. —Sonrió al hablar y Yul detuvo su paso. Lo miró.
— Papá siempre dijo que, si los miembros de nuestra familia aprendieran a estarse quietos y seguir cada orden que se les da, no serían más que juguetes para otros.

— Y no lo seremos de nadie, pero eso no justifica la imprudencia. —Retomó su andar.

Él la conocía. Lo sabía: ella sería tan encantadora como quisiera que la percibieran, pero él podía sentirla. Lo respiraba, lo intuía, incluso lo podía escuchar en su sola y sombría cercanía, ese deseo de desenvainar, hacer que sus serpientes se arrastrasen hasta la carne para cubrir las casas y calles con trozos y cortes sangrientos de lo que hubieran sido los residentes.

Los chicos se sentaron en el salón central, en silencio, distanciados por medio metro cuando menos. Cada uno con una vela. De vez en cuando Jeong, que cosía trozos de telas de colores, alzaba la mirada hacia el otro. Hacia ese rostro sereno, tan inexpresivo como siempre...

No. No es cierto. No era como siempre, porque no siempre había sido así. De hecho, Yul, había sido un niño muy alegre. ¿En qué momento se había perdido esa sonrisa? Oh sí...

Tras la muerte de papá y mamá.

Se recordó una vez más Jeong. La razón, el origen de todo eso... la causa de que Yul hubiera perdido esa sonrisa, tan espléndida y brillante a sus ojos, no era otra que la última imagen que había tenido de su amado padre, la asimilación de que su madre habría podido morir quemada también. Saber que todo mundo se burlaba de ellos asemejándolos con "un trozo de carbón". Eso era lo que hacía que su sangre hirviera y explotara esa ira descontrolada, bien escondida tras esa cara de serenidad. ¿Cómo podría culparlo? En el más hermoso universo sus padres estaban juntos, tan enamorados y protegiéndose uno al otro. Allí ellos ya no sufrían. En el mejor recuerdo, sus padres los habían amado a ellos también, les habían dado grandes lecciones, un hogar y una familia en la que confiar. Su padre les había dado esperanza de un día más de vida. Una vida buena y digna. Había salvado a todos. Todos a cambio de sí mismo... y esa imagen estaría allí por siempre.

Desde esa perspectiva, era comprensible lo que sentía el menor. Estaba resentido, dolido y su gran determinación por ser el más versado en la aldea no venía de la devoción de imitar a su padre, sino de lo que él mismo había dicho:

"Proteger a alguien no es algo que necesites proclamar al cielo día tras días. Hazlo si lo harás, porque nada importa más que mantenerlos con vida, incluso si no lo notan."

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora