CXXXII

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An Iseul. Pelo oscuro. Diecisiete años. Criada dentro de un sitio donde todo lo que tenía para sobrevivir era su cuerpo y la habilidad de mantener un rostro tan hermoso como fuese posible. su cutis lechoso y pálido como quien no sale al sol, ojos y labios teñidos, el cabello bien peinado. Lo que llevase puesto resplandecería su posición y rentabilidad para los clientes de aquel lugar que solía oler a té, licor e inciensos de buen gusto a pesar de ser más frecuentado por bandidos y transeúntes de clase media que por clientes de alta gama.

¿Qué había que extrañar de algo así?

La cuestión se volvía más pesada conforme avanzaron las horas.

El tiempo que pasó en silencio se había comido las horas como un hambriento devoraría una pequeña porción de alimento. Las ideas saltaban en su cabeza, ardían como un fuego descontrolado llevándose su consciencia a un lugar lejano.

Revolvían todo en su cabeza:

Las cadenas en sus tobillos, en un principio, se habían llegado a sentir como si la llevaran al fondo del mar. Después sus piernas se volvieron más fuertes y consiguió avanzar sin problemas.

¿Cómo era posible que hubiese dormido perfectamente con esas cosas puestas durante algunos meses y no pudiese haber pegado ojo en toda la noche pensando en su antiguo hogar?

Por poco habría olvidado cómo lucían sus tobillos. Si no fuese porque la falda cubría hasta sus pies y el clima era frío, seguramente el color de su piel habría sido notablemente distinto.

¿Qué haría con un permiso para salir?

¿Cuándo pararía la tormenta?

¿Cuánto tiempo había pasado?

¿Todos estaban ya dormidos?

¿Ya había amanecido?

¿Cuánto faltaba para que sonaran las campanas?

¿Podría dormir?

¿Por qué le habían quitado las cadenas?

¿Era una trampa?

¿Qué había hecho, exactamente, después de quitarse los grilletes?

Un relámpago destelló sus ojos. Después un estruendo despertó su mente.

Se movió rápidamente agitando la flama del quinqué que llevaba en las manos, provocándola a casi apagarse.

La tensión, aunada al rugido de la naturaleza y el frío de aquella madrugada la mantenía alerta y asustada como un pequeño animal con el mínimo movimiento.

Miró alrededor asegurándose de no ser vista. Se acomodó el largo paño de lana que llevaba abrigando sus hombros, cabeza y espalda y se animó a seguir caminando. Después de todo, lo que más debería preocuparle era ser capaz de cruzar esas grandes puertas en la muralla...

Habiendo llenado paquetes bien envueltos con provisiones de comida que ella misma había preparado, salió cuando todo estaba en silencio y las luces completamente apagadas. Las nubes pesadas de lluvia permanecían, como una corona fina y elegante, en el cielo volviéndolo oscuro. Se avivaron fuertes ráfagas que olían a la humedad salada del mar y la madera mojada. Se escuchaban las olas agitadas rompiéndose contra las rocas y sobre la playa. Algo a lo que nadie, en su sano juicio, se atrevería a retar, y lo que la llevó a preguntarse una y otra vez ¿cómo o de dónde había nacido el valor para que ella se convenciera de salir de su cálida habitación a intentar salir de ahí?

Era peligroso, por supuesto. Podría estar apostando la vida, y no tanto por los guardias, pues con el papel de su permiso para salir, no tendrían razón para retenerla; era el exterior el verdadero depredador.

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora