XLV

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El cielo era claro. Nubes extensas cruzaban de extremo a extremo y el viento de verano soplaba con sosiego. La humedad de las próximas lluvias empezaba a percibirse levemente.

— Beba este tónico dos veces al día y una taza de té al despertar y otra antes de dormir. En cinco días iré a visitarlo para ver cómo sigue. —Sonrió extendiendo un tarro con la medicina.

— Gracias, señora.

Guió a su paciente a la entrada y lo despidió con una mano. Apenas pudo suspirar antes de escuchar los pasos estruendosos contra la madera. Esos pequeños pies subieron las escaleras sin que sus dueños siquiera la miraran. Un pequeño bracito le rodeó el muslo y el cuerpo correspondiente se escondió tras sus piernas, mientras que otros dos continuaron a carrera...

Lo siguiente fue un crujido dentro de la casa.

Ella también entró. La mesa estaba volcada y un cazo se había roto.

— Niños —Sujetó al par y les habló con calma—, tengan cuidado. Van a lastimarse.

— Perdón.

— Yul, sabes que no debes asustar a Jeong. —Tomó la máscara que llevaba en las manos. — A él no le gusta esto.

— Es sólo papel, mami. Él lo exagera.

— Papel o no papel, Jeong es muy sensible. —Explicó con paciencia. — No debes asustarlo, ni mucho menos perseguirlo dentro de la casa. Papá se ha esforzado mucho en reparar la puerta que rompieron y ahora es la mesa.

— Lo siento, mamá.

— Puedo arreglarlo. —Escucharon la voz del aludido.

— ¡Papá!

Recibió el abrazo de los tres con una sonrisa.

— ¿Destrozando la casa de nuevo?

— Fue un accidente. Yul me asustó y...

— ¡Que no! ¡Tú saliste corriendo primero y te escondiste bajo la mesa!

— Yul, no le grites a tu hyung. —Corrigió con calma. El pequeño se inclinó para esconder su carita en el muslo de su progenitor.

En lo que pareció un parpadeo, ocho años habían pasado. Muchas cosas habían cambiado. La aldea había conseguido una restauración casi total después de, por poco, independizarse de su gobierno. Siendo más como un pequeño oasis con menos de mil habitantes, habían dividido las labores rurales entre la ganadería y la agricultura, principalmente en la crianza de aves y cabras, así como la cosecha de arroz, trigo y algunos tubérculos, de los cuales separarían una porción por cabeza para abastecerse en los inviernos, mientras que dedicaban las buenas temporadas para la pesca siguiendo al hombre que trabajaba con ellos, que les había guiado para echar a los cobradores de impuestos del sur y, por demás, llevaba ya un título de príncipe.

Una vez que su cuerpo se recuperó y la aldea optó por una soberanía bajo su mano, Hwan priorizó la supervivencia digna de aquella que se convirtió en la madre de dos hijos suyos. Un pequeño niño, Yul, que llevaba ya siete años y una pequeña de cinco; Ari. Jeong, por otra parte, fue el nombre que le dieron al mayor. El niño que rescataron del foso y que se había vuelto parte de su familia tanto como la anciana Han.

Tal como fue prometido en su corazón: la pequeña casa se volvió un verdadero hogar. Los tres adultos habían trabajado para restaurarla, por supuesto con ayuda de los pobladores, y para esas fechas, las parcelas ya mostraban sus verdes siembras.

Para sobreponerse a la situación, el príncipe había sacrificado una parte de su dignidad y orgullo para aprender las labores más eficientes de ese entonces. Si bien, leer, escribir, luchar y organizar grupos de guardias entrenados que protegieran la aldea de algún asalto habían sido dones celestiales a la vista de esas personas, eran labores como cortar leña, vender carbón, cavar tumbas y transportar cargamentos las que él desempeñaba para llevar comida a la mesa.

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora