LXXVIII

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En los primeros instantes resonaron los estrepitosos golpes del metal contra los muros de piedra, como truenos en el cielo bajando hasta el suelo. Si no hubiesen estado casi en la cima de la montaña, seguramente todos en las ciudades y pueblos cercanos se habrían angustiado al creer que un gigante deambulaba cerca.

Aquellos muros habían visto arder el fuego en los pequeños braceros, habían resguardado a familias enteras de las tormentas, del rugido del viento que no se atreverían a retar sin consciencia y de las inevitables nevadas, habían resistido años sin un sólo reparo, y ahora comenzaban a caer mientras varios hombres, jóvenes y saludables, los golpeaban luego de haber sacado todo.

Habían comenzado con las casas que ya habían sido desalojadas por quienes partieron esa mañana, pero no lo volvía un escenario menos lamentable. Un trabajo de años. Su hogar. Podía olerse el humo que acababa con los trozos de madera que habían formado los suelos y, la verdad, es que no resultaba del todo desagradable con el consuelo "nadie más tomará nuestro hogar". Todos ellos, incluidos los más pequeños, habían crecido apreciando sus tierras, pero más aún su esfuerzo sobre estas. La satisfacción de no dejar nada que otras manos pudieran tocar les invadía una mitad del corazón, mientras la otra lloraba por su próxima partida. Como niños asustados, no dejaban de preguntarse qué ocurriría después.

¿Serían realmente capaces de asentar un nuevo hogar?

¿Y si fuera así, aún permanecerían todos juntos?

¿Y si no?

Pero todas esas preguntas no eran más que lazos de miedo aunados a un hecho que nadie más asumiría. Un propósito envenenado que cobraría los daños sobre la gente bajo la montaña, culpables más o menos responsables, nadie era completamente inocente. Ni siquiera ellos. Lo sabían. Lo aceptaban. Por ello habían cedido su voluntad a aquella destrucción.

Mientras el humo negro se esparcía contaminando el aire, Jeong se percató de los ojos llorosos de un pequeño cerca de él.

— Nak-mun —Le llamó gentil poniéndose a su altura—, ¿qué sucede? ¿Te hiciste daño? —El niño negó con la cabeza.

— Allí vivía Soo Chan. —Respondió entre sollozos. Jeong dejó a un lado el martillo que había estado usando y abrazó al pequeño.

— Lo siento, Nak-mun. También desearía que no tuviera que pasar esto. —Habló bajito dando palmaditas en su espalda.

— ¿Por qué tenemos que irnos, hermano Jeong? Allá nadie nos querrá. No viviremos bien.

— Nak-mun —Se separó un poco para verlo a los ojos—, escucha a este hermano, ¿vale? —Le pasó ambos pulgares por las mejillas para secar sus lágrimas. — Cuando nuestras vidas corren peligro es mejor tomar decisiones que, aunque puedan doler, nos aseguren un futuro más largo. Mi papá me dijo una vez: no podemos escoger las situaciones que nos toca vivir o que vendrán. Todas ellas han pasado y llegarán más para darnos lecciones que nos convertirán en lo que seremos el resto de nuestras vidas. Nunca podremos elegirlas, incluso si nos esforzamos por crear lo más sólido y confortable posible, vendrán tiempos buenos y tiempos malos, pero sí hay algo que podremos siempre hacer: elegir cómo enfrentar esa situación. Y cada elección que hagas al respecto te acercará al triunfo o al fracaso, lucharás o te lamentarás, crecerás o te estancarás, eso, finalmente, es algo que sólo te corresponde a ti decidir. Eres libre de hacerlo y es algo que, aunque otros se esfuercen, nunca te podrán quitar. Nak-mun, puedes esconderte. Puedes llorar. Siéntete libre de hacerlo. Tener miedo también es algo muy normal, pero nunca dejes que eso te impida ver todo lo que eres capaz de hacer. Eres un niño, pero ya eres un niño muy valiente. De eso estoy seguro. Tendremos un nuevo hogar, ya verás. Volverás a ver a Soo Chan y habrá nuevos momentos lindos que recordar. Más juegos que compartir. Dejar la aldea no tiene que ser el final de nada, Nak-mun.

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora