XXXIX

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— Ustedes. —Atrapó a un par con vida. Sus miradas aturdidas, centradas en el príncipe, pretendiendo ser valientes ante su presencia le confirieron un poco de sosiego. Ninguno de ellos se atrevería a retarlo a un nuevo duelo.
— Estaban con Heo Sung Cho aquel día. ¿Qué hicieron con la joven que él llevaba en el caballo? —Exigió apuntando la punta de su espada al centro de ellos.

— ¡Púdrete, príncipe serpiente! —Fueron sus últimas palabras. La hoja desprendió su cabeza del resto de su cuerpo, y esta fue a parar entre las piernas del segundo en el suelo.

Él gritó y la apartó de un golpe. Luego percibió la espada apuntando al centro de sus ojos.

— No repetiré la pregunta. —Advirtió serio.

— E-el general Heo la metió al foso también... para que no divulgara lo que sabía.

"El foso". Esa era la única referencia que tenía Hwan sobre el lugar donde había pasado la semana previa. Atravesó su espada entre los bíceps diestros del guardia y se inclinó hacia él.

— Llévame a donde la tienen. —Arrancó la hoja escuchando un alarido en respuesta. — Ahora.

Le sostuvo el filo en la garganta mientras el hombre se ponía de pie. Su mirada hostil, o quizá demasiado alerta en el siguiente movimiento del príncipe y la mueca en su boca, con la que intentaba ocultar el dolor por los golpes, llenaban su cara de pesadumbre.

Con un aire imponente, como si no hubiese estado desfalleciendo apenas unos instantes atrás, Hwan se le acercó empujando la espada en el brazo ajeno, hasta que sus rostros estuvieron a dos centímetros, o un poco menos; sus labios se curvaron hacia arriba. Era esa clase de sonrisa que sólo habrían visto unas cuantas personas antes de estremecerse y someterse a la voluntad del príncipe o morir por su mano.

— Ni siquiera lo pienses. —Habló bajo, con un ligero carraspeo que le llenó el corazón de pavor. Sí, se refirió a la idea de engañarlo, de guiarlo a una trampa, intentar enfrentarlo o cualquier otro movimiento que no fuera seguir la indicación que le dio.

Entendiendo esto, el hombre comenzó por guiarlo hacia la salida del palacio. Podrían haber vuelto por el cañón, pero eso significaría llevarlo de vuelta al atrio exterior, donde se habían reunido todos los soldados posibles y, aunque era probable que se hubieran dispersado ya para poner a todos a salvo y registrar cada rincón, era mejor no arriesgarse. En el cerebro le zumbaban las consecuencias y no estaba dispuesto a enfrentarlas.

Salieron por una zona de "sólo empleados", escondida a las espaldas del palacio Bonbu y tomaron un camino corto hasta el templo Chongmyo.

El claustro, rodeado a sus cuatro lados con lisas columnas en los pórticos de los recintos, los resguardó bien de la vista de cualquiera. Lo atravesaron hasta el centro, dónde las dos hileras de pozos se hallaban.

— A-allí está. —Señaló a uno a su lado. A no más de 40 centímetros. Hwan se asomó desde su posición. Darse el lujo de lucir indefenso era algo que no podría hacer.

— ¿Y la entrada a los túneles?

— No podrá pasar... —El filo lo atravesó de nuevo. Esta vez en la ingle y él cayó al suelo entre agonías.

— ¿Lo dirás ahora o debo abrirte del ombligo al pecho?

— No. No. —Suplicó apuntando con una mano al interior del templo.
— Ha-hay un pasaje allí adentro. Es un cañón que cruza hasta las celdas. Es la única salida.

— "Un cañón escondido en los túneles. Por allí me sacaron."

— Espere, su alteza. —Continuó comenzando a moquear y sollozar. — No me mate. Se lo suplico. —Se incorporó lo posible y se palmeó el pecho:
— ¿L-lo ha olvidado? Fui yo quien evitó que el general lo asesinara aquel día. —Hwan entrecerró los ojos y torció un lado de sus labios. Un reflejo de incredulidad y, en ocasiones, de disgusto.
— Sabíamos que era usted, su alteza. Pensé que valía más salvarle la vida. Que usted sabría recompensarme mejor por ello.

— Sí. —Sonrió al cielo. — Sí lo haré. —Miró después a la rejilla abierta a su lado izquierdo. — Es lo justo.

— Ah, su alteza. —Se arrastró a sus pies y los besó. — Es tan benevolente. Diez mil vidas en paz a su alteza. Lo bendeciré toda mi vida.

— No digas juramentos falsos.

— ¿Uh?

Hwan lo sostuvo por la ropa y lo arrojó hacia el agujero.

El sonido de los huesos triturándose bajo su propio peso y el nuevo alarido resonó en todo el patio.

— ¿Acaso creíste que yo moriría en ese momento? Supongo que no pensaste en las tantas formas que tengo para derribar a un oponente en el último instante y sugeriste que me echaran a este lugar como si fuera menos que el cadáver de un lamentable animal que lleva días muerto en la vía pública. En último caso, te dejaré vivir por evitarme ese instante de agonía. Esta es tu recompensa.

Se dio la vuelta y alejó escuchando aún los quejidos. Entró al templo resonando eco con su presencia. Sus pasos eran tan estruendosos que temió que se caerían los muros si corría.

Ante él, deslumbraron cientos de velas, algunas a punto de consumirse iluminaban un altar con ofrendas de comidas, alcohol e incienso nuevo frente a la pintura en memoria de la coronación de Young Hwa. Los ritos funerarios se reconocían desde la puerta.

El impacto lo golpeó de frente. El sonido metálico de la espada, al caer, lo ensordeció un instante.

— Padre... —Cayó de rodillas frente al altar.
— Papá... perdóname. Perdóname. —Comenzó a temblar soportando su llanto. — Dudé de tu afecto cuando nadie fue a buscarme, sin saber que ahora reposas en un sepulcro. Perdóname. Debí volver en el instante en que terminó la guerra. Habría evitado tu muerte. —Apretó sus puños y los relajó exhalando.
— Perdóname. Ni siquiera puedo lamentarme ahora, aunque mi corazón está desecho y mis lágrimas se acumulan en mi cuerpo por tu pérdida. Padre, te lo ruego: me he quedado solo en este cruel lugar, lloraré y dejaré que mis lágrimas lleguen al cielo para ti, para mi madre y para todos aquellos que me han arrebatado hasta ahora, pero no puedo hacerlo en este momento. Hay una persona que está tan sola como yo, que está sufriendo y, quizá, le estén haciendo daño. No la puedo abandonar. —Se inclinó con las palmas sobre el suelo y su frente contra el dorso de sus manos.
— Padre, si comprendes y concedes esta decisión de este hijo tuyo, ayúdame. Guíame para dar con su paradero, para protegerla.

El rechinido pesado de la madera lo hizo mirar hacia un lado. Se escucharon balbuceos. Voces de hombres llenando el eco del templo. Risas y sus estruendosos pasos.

Hwan entendió su aparición como la concesión de su padre. Tomó de nuevo la espada y se deslizó tan ligeramente como pudo hasta un sitio donde esconderse, no lejos de esos hombres.

Los vio vestidos con uniformes de soldados, y también percibió esa repulsiva esencia de las mazmorras, aunque habían cerrado la puerta antes de quedarse charlando frente a esta.

— "¿No piensan moverse?" —Empuñó la espada con ambas manos. No tenía ánimos de seguir luchando, pero tampoco quería esperar hasta que todos ellos se marcharan de templo.
— "Grandes ancestros, dioses del cielo, si queda un poco de consideración hacia este pobre príncipe, perdonarán mi imprudencia."

Caminó cuidadosamente hasta el lugar donde se encontraban aquellos guardias. Detrás de ellos, apuñaló directamente el pecho de uno. Antes de dejarlos reaccionar, deslizó la espada destrozando ese cuerpo y haciendo un profundo corte en la garganta de un segundo.

Su rostro se reveló ante los dos restantes, enviando un escalofrío con sus pupilas asoladas por la impaciencia y la maldad.

Sus movimientos feroces y rápidos sobrepasaron la reacción de los mayores y, en un instante, tuvo el paso libre hacia la puerta.

Su cerebro se retorció ante la idea de volver a inhalar aquella pestilencia, pero era hora...

Herencia de sangre | 𝑺𝒑𝒊𝒏-𝒐𝒇𝒇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora