Prólogo

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Cuando abrió los ojos, el efecto de los sedantes aún paliaba el dolor que lo acuciaba y seguía encontrándose terriblemente cansado. No obstante, una sincera sonrisa se dibujó en su rostro cuando notó el calor de la mano que sujetaba la suya, vislumbrando un rostro difuso que sus viejos ojos ya no eran capaz de discernir con claridad.

-Hermanita, no llores- le susurró a la anciana que se sentaba junto a él y le apretaba la mano con suavidad, negándose a dejarlo ir.

-Hermano...- sollozó está.

-Gracias por estar siempre conmigo, y a todos. Habéis sido la mejor familia que podría haber soñado. Pero ya es hora de irme- susurró sin fuerzas.

Su hermana, sus sobrinos y los hijos de estos estaban allí, diciendo adiós a quien había sido una inspiración para ellos, un apoyo, un amigo. Alguien a quien siempre habían podido acudir. Alguien que siempre había estado dispuesto a tenderles una mano. Alguien que siempre los había recibido con los brazos abiertos. Su querido tío y hermano.

Él cerró los ojos, dispuesto a irse en paz. Apenas tenía remordimientos en su larga vida de casi noventa años. Había tenido una buena familia, buenos amigos, así como un trabajo de investigación en el campo de la biología celular que le había apasionado y con el que había disfrutado. Y si bien había cometido muchos errores, los asumía como parte necesaria de la vida, como parte del eterno ciclo de aprendizaje.

Quizá lamentara no haber encontrado a alguien a quien amar, a alguien con quien casarse y tener hijos, pero sus sobrinos habían sido unos hijos para él. Y él había sido un segundo padre para ellos.

No se culpaba por no haber intentado ir más allá en algunas de sus relaciones. Por alguna razón, no había sido capaz de amarlas con todo su corazón, de abrirse a ninguna de ella totalmente. Y seguir adelante hubiera sido mentirles a ellas y a sí mismo. Pensó que quizás se debiera a que nunca la había olvidado, aunque fuera una completa estupidez.

Se hubiera reído de sí mismo si le quedaran fuerzas para hacerlo. Allí, a las puertas de la muerte, cuando sus fuerzas apenas le daban para respirar, se acordaba de ella.

«¿Por qué no la he olvidado cuando ni siquiera era real? ¿Por qué, aún ahora, sigo acordándome de un personaje de un juego, de un NPC?»

Aquella dríada le había dejado una fuerte impresión en su alma y, aun cuando no fuera real, jamás la había olvidado del todo. Se había obsesionado, llegando a entrar en el juego sólo para hablar con ella. Y por ello había decidido dejar aquel MMO en el que había invertido largas horas, entendiendo que su actitud era enfermiza, que le estaba afectando, que no era normal obsesionarse con una masa de bits por mucho que tuvieran la forma de una preciosa dríada.

Había lamentado entonces despedirse de sus compañeros en el juego, especialmente de dos de ellos, pero no dudaba de que había sido la mejor decisión. Y aunque se había visto tentado a volver, no había cedido a su locura de adolescente y había sido fiel a su decisión, algo de lo que se sentía orgulloso. Por mucho que nunca hubiera podido olvidarla del todo.

Apenas sin dolor, su respiración y su corazón se detuvieron, dejando lágrimas en los ojos de quienes lo acompañaban en su adiós, y siendo su último pensamiento para Melía, la dríada que nunca existió del mundo imaginario de Jorgaldur.

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-¿Aún no he muerto?- se lamentó.

No esperaba volver a despertarse y alargar más la agonía, así que las palabras se le escaparon. Sin embargo, en lugar del susurro con el que era capaz de pronunciarlas, surgieron con fuerza de sus pulmones.

Se sintió extraño, pues el dolor que había sido su inseparable compañero los últimos años había desaparecido. Se había acostumbrado a él y aprendido a ignorarlo, pero sabiendo siempre que estaba allí, esperando un mal movimiento para mostrarse con toda su fuerza. Y tampoco notaba el sopor de las drogas que mantenían el dolor a raya.

A su vez, era extraña la sensación del colchón que siempre atormentaba su castigada piel, por muy suave que fuera. Ahora lo notaba duro, extremadamente duro. Pero no le dolía.

Extrañado, abrió los ojos y se encontró con la oscuridad. Tan sólo un resplandor se percibía a lo lejos, pero insuficiente para iluminar el lugar en el que se encontraba.

Se incorporó con cuidado, intentando evitar el dolor que le solía acarrear esa acción. Sin embargo, para su sorpresa, no sólo no sintió dolor, sino que sus brazos parecían haber recuperado el vigor de su juventud.

«¿Estoy soñando o he muerto?», se preguntó.

Era una pregunta que no podía responder ahí sentado, así que se levantó, disfrutando del inesperado placer de sentir unas piernas que respondían de nuevo, de andar sin temer a que cedieran. Le resultaba tan sorprendente como natural.

Caminó a ciegas mientras la claridad iba creciendo y le permitía ver unas manos fuertes que no reconocía como suyas, pero que no le resultaban extrañas. Descubrió que vestía una especie de túnica de confección sencilla, que le resultaba familiar pero que no acababa de reconocer. Y que llevaba una especie de sandalias que no recordaba como suyas. Le sorprendió también poseer un cuerpo más robusto de lo que nunca había tenido y que, sin embargo, sentía como suyo.

Finalmente llegó hasta la salida, siendo deslumbrado por la luz que incidía directamente en sus ojos. Tuvo que parpadear unas cuantas veces antes de empezar a acostumbrarse y ver más allá de la mano que intentaba proteger sus retinas. Y cuando finalmente empezó a distinguir el paisaje que se abría ante él, se quedó sin habla, confuso, incapaz de aceptar lo que sus ojos le mostraban.


Ante él descendía un camino que llevaba hasta una explanada cubierta por vegetación de más de un metro, en cuyo centro se encontraba una gran plataforma elipsoidal, precedida por dos grandes columnas en cada uno de sus extremos. Las columnas habían sido colonizadas por enredaderas y dos de ellas habían perdido un trozo de su parte más alta, siendo los restos de piedra a su alrededor los testigos de lo que una vez fue.

La plataforma estaba a su vez cubierta de baldosas de piedra blanquecina, muchas de las cuales habían sido levantadas y desplazadas por la vegetación que se había abierto paso entre ellas y que, poco a poco, iba reclamando para sí lo que antes había sido una gran plaza inmaculada.

Pero no fueron aquellas ruinas abandonadas lo que más le sorprendió, ni la cúpula gigante que cubría el lugar y creaba un cielo artificial. Lo que lo dejó mudo fue reconocer el lugar claramente en su memoria, un lugar que ni siquiera existía: lo que había sido la zona de iniciación de los altos humanos en Los Héroes de Jorgaldur.

Regreso a Jorgaldur Tomo I: el mago de batallaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora