Los mellizos malditos

944 158 11
                                    

Llevaban diez días en el pozo, sin comer y apenas beber. Los habían abandonado allí, no sólo porque matarlos hubiera ido contra la ley, sino que tampoco tenían el valor de hacerlo. Dejarlos en aquel lugar para que murieran no estaba explícitamente prohibido, y no tenían que verlos morir.

Líodon se abrazaba a su hermana y ella a él, intentando soportar mejor el frío que los atenazaba en la noche. Otros niños de siete años ya hubieran muerto, pero ellos no, por algo eran los niños malditos.

A sus padres se los había llevado una plaga que había matado a casi la mitad de la población de la aldea. Los supervivientes los discriminaban por el color de sus ojos, y los hacían responsables de sus males, incluso de la plaga. Pero lo peor había sido cuando empezó a ser evidente que sus cuerpos se desarrollaban más lentamente. Ahora, con siete, parecían tener sólo cinco.

El temor a una maldición desconocida había ido creciendo entre los aldeanos, los mismos que cuidaban de ellos a regañadientes y por obligación. Y al final, dejándose llevar por las supersticiones y el miedo, habían decidido deshacerse de ellos, abandonándolos en el pozo. Por lástima, algunos les habían llevado comida y agua, pero hacía días que nadie se acercaba.

–Mira Lío, otro visitante– señaló ella.

En los días en los que habían sobrevivido en aquel agujero olvidado, de vez en cuando uno de aquellos se asomaba al pozo, pero después se iba. Como si no los vieran. O como si no les interesaran dos niños malditos. Veían a los visitantes como formas borrosas, pues no estaban completamente allí, sino entre dos mundos. O algo así habían escuchado de los mayores.

Le llamaron con las pocas fuerzas que les quedaban, pero la silueta difusa no los escuchó o los ignoró. Se marchó como todas las demás, quedando en la boca del pozo tan sólo el resplandor de unas pocas estrellas.

Se durmieron el uno junto al otro, sin saber si volverían a ver el cielo.



El grito de su hermana lo despertó.

–¡Aah!– gritó él también.

Seguían en el pozo, pero delante de ellos había un visitante como no lo habían visto nunca. Su figura era clara, casi como si fuera un ser más de aquel mundo.

Su hermana se había asustado al despertarse y verlo, al igual que él. Pero no había nada amenazante en su mirada, no había odio o miedo, ni siquiera lástima. Tan sólo ternura y preocupación.

–Tranquilos, no voy a haceros daño. Os ayudaré a salir, pero primero... Tomad, debéis estar sedientos– les ofreció al ver sus labios secos y agrietados.

Sin pensárselo un momento, ambos niños cogieron las botellas que les ofrecía, bebiendo con desesperación.

–Despacio, os va a sentar mal– le oían decir mientras tragaban agua a grandes sorbos.

Ambos acabaron atragantándose y tosiendo. Y después siguieron bebiendo. Luego recibieron algo de comida del aquel extraño hombre que los ayudaba, aunque les hizo prometer comer despacio. No les dio la suficiente para saciar su hambre de varios días, pues temía que comer mucho de golpe pudiera serles perjudicial. Pero si la suficiente para dejar de estar hambrientos.

–¿Tú también estás maldito?– le preguntó la niña, mirándolo fijamente.

–¿Maldito? ¿Por qué debería estarlo?

–Tienes los ojos como nosotros. Esos ojos son así porque estamos malditos– siguió la niña.

–¿Quién ha dicho eso?

Regreso a Jorgaldur Tomo I: el mago de batallaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora