Fracaso

758 133 2
                                    

–En dos semanas se acaba esto– suspiró aliviado una de las figuras.

–¡Ya era hora! Sólo tendremos que llevarles comida una vez más. Luego podremos disfrutar del espectáculo– se congratuló la otra, con una tétrica sonrisa en sus labios.

–Y aprovechar los restos de elfos– añadió la primera.

–Sólo piensas en comer, eres incorregible– rio la segunda.

Se detuvieron sobre la inscripción circular grabada en la roca y dejaron caer una gota de su propia sangre. En cuanto la roca la absorbió, un leve resplandor rojizo cubrió los círculos mágicos y ambos desaparecieron. La sangre no sólo servía como catalizador para activar el portal, sino que evitaba que otras razas lo pudieran utilizar.

Ambos aparecieron en el interior de una pequeña cueva, sobre otra inscripción similar a la primera. Luego salieron a través de la barrera que ocultaba y protegía el lugar, flotando sobre la enorme caverna que ya les resultaba familiar.

–Hay algo raro– apreció la primera.

–Sí, está muy silencioso, muy tranquilo– estuvo de acuerdo la segunda.

Ambas figuras descendieron para comprobar la situación, sin poderse siquiera imaginar lo que iban a encontrar.

Miles de cadáveres se amontonaban por toda la extensión de la caverna, siendo la quietud sólo rota por los movimientos de unas pocas arañas, y por el leve sonido de las que se daban un festín con los restos de sus congéneres.

Aquello aterró a ambos, pero no por la presencia de la muerte, algo a lo que ya estaban habituados, sino por las consecuencias que se derivaban del fallecimiento de los arácnidos. Aquello significaba que habían fracasado en su plan, y que su Señor estaría furioso.

Decidieron descender para examinar los cuerpos. Al menos tenían que averiguar cómo había sucedido, o serían ser atados a un poste a plena luz del día, dejando que el sol incinerara poco a poco su piel.

Estuvieron horas diseccionando decenas de arañas, y la única conclusión que pudieron sacar fue que habían sido envenenadas con algún tipo de sustancia desconocida, sustancia que había perdido su efecto y de la que no quedaba el menor rastro.

No tenían ninguna otra pista, así que volvieron por el portal con el corazón encogido, temiendo el momento en el que reportaran semejante fracaso a su Señor. No sabían quién o quiénes habían sido, cómo habían encontrado el lugar, y sólo podían especular en cómo había pasado. No obstante, no intentaron huir. Eran conscientes de que jamás podrían escapar de su Señor, y de que las consecuencias serían mucho peores.



Elsa frunció el ceño. Aún no habían conseguido contactar con la tercera candidata, aquella con la que estaba segura de que tendría asegurada la victoria. Se decía que era despiadada, que incluso había acabado sin dudar con otros de su misma raza, con todos los que no la habían reconocido como su señora.

Había en el tesoro varios objetos que no les eran de ninguna utilidad, pero que quizás a ella le pudieran interesar. Eran objetos que precisaba de una magia oscura, magia a la que la raza de su candidata tenía afinidad. Confiaba en poder tentarla, aunque sabía que debía manejar el asunto con cuidado, no fuera a ser que le pudiera la avaricia, y quisiera apropiarse del resto del tesoro. Tendría preparado un plan de contingencia.

Todo ello, claro, si conseguían encontrarla y convencerla. Lo más que habían podido hacer es dejarle un mensaje, pero no sabía cuando lo recibiría. O si lo había hecho ya y había decidido hacerlos esperar, o ignorarlos.

Era la última pieza que le faltaba. Confiaba en la victoria contra el visitante sin ella, pero quería asegurarse, no podía permitir que Eldi Hnefa escapara con vida.



Melia observó los acontecimientos alrededor del visitante con preocupación. No había plantas con las que pudiera contactar en el interior de la montaña, por lo que estaba ciega una vez éste entró. Era evidente que la situación era más peligroso de lo que cabía esperar, y sólo podía confiar en que pudiera superar esos peligros.

El rostro de la dríada dibujó una sonrisa cuando percibió que habían llegado, dejando sus preocupaciones aparcadas.

–¡Máma!– exclamaron ambos, tirándose a sus brazos.

Ella abrazó a sus hijos. Por mucho que no fueran de sangre de su sangre, los quería como si lo fueran. Los había criado, los había educado, les había enseñado y entrenado. Los había visto crecer, llorar y reír. Ella era su madre, y ellos sus hijos.

–¡Mira lo que nos regaló papa!– dijo el hombre de pelo negro y ojos dorados, emocionado como un niño.

Ambos sacaron dos espadas idénticas, cuyo poder era apreciable, un poder que se multiplicaba cuando ambos luchaban juntos, haciéndolos aún más poderosos de lo que ya eran.

Ella les sonrió de nuevo y los animó a que hicieran una demostración, pues sabía que lo estaban deseando.

Luego hablaron del él, del encuentro con su hija después de tanto tiempo, de lo que la propia dríada sabía sobre sus movimientos, al menos hasta donde les podía contar.

Estuvieron hasta altas horas de la noche, y los mellizos acabaron durmiéndose sobre las piernas de su madre, como si aún fueran los niños de siete décadas atrás. Tanto Lidia como Líodon eran adultos, pero, cuando estaban con ella, seguían actuando como niños un tanto mimados. Incluso su nieto era así, pero sólo si sus padres y su tío no estaban cerca, pues le podía la timidez.

Miró al cielo, preguntándose de nuevo si podrían reunirse todos como una familia. Pero el futuro no es algo que se pueda prever así como así. Lo único que podía hacer era esperar, con temor y esperanza.

El rostro tranquilo de sus hijos y su respiración calmada, la llevó de nuevo al presente. De nada servía preocuparse de un futuro que no podía controlar. Por ahora, disfrutaría del tiempo junto a dos de los seres que más quería en el mundo. Por desgracia, debido tanto a sus responsabilidades como a las de ellos, no se podían ver todo lo a menudo que quisieran.

Levantó su rostro al cielo y tarareó una canción como sólo lo pueden hacer las dríadas. Sonaba dulce y relajante, era como si la brisa estuviera acariciando las hojas de los árboles, como si las aguas de un río fluyeran a unos metros. Era profunda. Era íntima. No tardó el canto de las aves en acompañar la melodía, incorporándose también insectos y otros habitantes del bosque.

Al día siguiente, los habitantes de la zona circundante se sintieron más refrescados de lo habitual, pues su sueño había sido extraordinariamente placentero. Incluso tuvieron la impresión de que había más flores de lo normal, y de que en el bosque flotaba una agradable sensación de paz.

Regreso a Jorgaldur Tomo I: el mago de batallaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora