En grupo con los nobles

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Cuando los vio salir de la mazmorra, sólo a ellos cuatro y con rostros apesadumbrados, Lidia decidió no abrir aún su puesto, dirigiéndose hacia ellos. Algo había pasado y tenía que averiguar el qué.

–Hola chicos, ¿qué pasa con esas caras? ¿Estáis bien?– los saludó.

–Hola Lati. Estamos bien, sólo un poco cansados– mintió Jubo.

No sólo le era evidente a Lidia que no decía la verdad, sino que el hecho que Etina se mantuviera callada era revelador.

–Realmente parecéis agotados. ¿Por qué no venís a casa y os preparo un té? Os vendrá bien. Además, ayer hice algunas rosquillas. Vamos, os animará un poco.

Al principio se negaron, pero la insistencia de Lidia, o Lati, como se hacía llamar, los acabó convenciendo. Se había portado muy bien con ellos. Incluso los había tratado de una forma un tanto maternal y, en un mes, se había ganado tanto su confianza como la de otros habitantes de la pequeña ciudad.

Los condujo a la pequeña casa adosada que había alquilado y los acomodó en un sofá, trayéndoles té, unas pastas y llevándose a Etina para que la ayudara con las rosquillas, que sólo necesitaban una última cocción. Aunque, en realidad, era una excusa para estar a solas con ella, pues sabía que era a quien le podía sonsacar información con mayor facilidad. De hecho, casi ni necesitó preguntar, pues la joven se derrumbó, llorando sobre ella y contándole todo.

La joven peliverde estaba furiosa, preocupada y temblaba del miedo por lo que había pasado. No lo había demostrado con sus amigos ni con su hermano, había querido parecer fuerte, pero con la figura maternal de Lati no se había podido contener. Ésta la escuchó y la consoló, secándole las lágrimas, asegurando que sería un secreto entre ellas, y realmente pretendía que lo fuera. Puede que los estuviera usando para obtener información, que les ocultara su identidad, pero sus sentimientos eran reales, lo que hacía que se sintiera un poco culpable.



Los dejo durmiendo en el sofá, no era la primera vez, mientras se dirigía a abrir su puesto de compra-venta. Debía seguir disimulando y, sobre todo, vigilando al mercader sospechoso. Lo vio allí, aparentemente nada había cambiado en su actitud, por lo que quizás no sabía nada.

A decir verdad, tampoco ella lo sabía con seguridad, pero eran demasiadas casualidades. Las bendiciones que Etina había descrito, no sólo eran muy inusuales, sino que se las había visto usar al visitante, al igual que los hechizos curativos.

Además, el hecho que llevara un bastón excepcional, aunque no fuera una de sus armas, le reforzaba en sus sospechas, pues los visitantes solían poseer todo tipo de material extraordinario. Incluso la actitud que le había descrito le recordaba a la de él.

Su pose era tranquila, pero por dentro su corazón latía con fuerza, temblaba desde lo más profundo de su alma. Quería entrar en la mazmorra e ir tras él, pero no podía hacerlo, atraería demasiada atención y debía mantener la vigilancia. No le quedaba más remedio que confiar en él y esperar una oportunidad para confirmar sus sospechas.



La escena le pareció un tanto ridícula. Uno de los dos 50 vigilaba desde la entrada a la sala, mientras que el otro mantenía al esqueleto jefe a raya, pero sin dañarlo. Ambos parecían guerreros expertos, como lo denotaban sus múltiples cicatrices. Al mismo tiempo, los otros tres, incluido el mejor aventurero del reino, golpeaban por la espalda. Su nivel era ligeramente superior al de los cuatro jóvenes aventureros, pero eran mucho más torpes.

De hecho, eran poco más que principiantes que habían aprendido a usar sus armas y habilidades, pero no a enfrentarse a sus enemigos. No descartó que hasta entonces siempre hubiera sido así, que hubieran subido sus niveles matando a los enemigos por la espalda, mientras otro mantenía su atención.

El enorme esqueleto lanzó el hueso, que fue esquivado por quien lo mantenía a raya. Pero la mala suerte quiso que se partiera al golpear una roca y algunos fragmentos impactaran en dos de los tres jóvenes novatos.

–¡Aaah! ¿¡Qué haces Dolgo!?– se quejó uno de ellos, yendo corriendo hasta Eldi –¡Vamos, cúrame!

Sólo era una herida menor, no era motivo suficiente para dejar la lucha. De hecho, Dolgo estaba bastante más magullado. Le parecía absurdo, pero no tuvo más remedio que curarlo. Y al segundo, que también había venido quejándose del dolor.

Volvieron a la lucha, y siguieron descargando sus armas y habilidades sin control, sin reservar nada, hasta que terminaron agotados y Dolgo, disimuladamente, remató al esqueleto.

–Ja, ¡somos geniales! No como esos novatos, que tuvieron que huir– se jactó uno de ellos.

–Sí Likthon. Un poco cansado, pero no era tan difícil– presumió Aljhon.

–Nada que no podamos manejar– fanfarroneó el tercero, llamado Lakduon.

Eran dos nobles menores, amigos del sobrino del conde, e igual de creídos de sí mismos. Donde ellos veían una hazaña digna de halago, Eldi sólo había contemplado un espectáculo patético. Y la sonrisa irónica que ocultaban los dos guardaespaldas cuando no los miraban significaba que opinaban lo mismo. Pero era el trabajo de estos cuidar y halagar a aquel puñado de nobles.

–Ha sido una batalla fantástica– los alabó Dikgo, el que había estado vigilando la entrada.

–¿Qué dices Fínord? ¿Cómo se compara con los novatos que tenías antes?– se interesó Aljhon.

Eldi estaba en ese momento curando a Dolgo, que se había acercado a él, y cuya mirada le decía que debía seguirles el juego.

–No hay ni punto de comparación. Es como intentar comparar un insecto con un león– los halagó Eldi, aunque internamente pensaba justo lo contrario.

–Ja, ja, tienes toda la razón. Y encima, esos plebeyos... ¿¡Visteis como nos miraban!? No sé que se creían...– se quejó.

–Deberíamos darles una buena lección– sugirió Lakduon.

–Sí. Además, eran plebeyas y sucias, pero no estaban tan mal, podría ser divertido. Dolgo, Dikgo, ¿que opináis? Os dejaríamos a los hombres. Y Fínord puede tener su turno con quien quiera cuando acabemos– propuso Aljhon.

–Pues no estaría mal, esos chicos parecían tan tiernos... Y con el sanador solo nos divertimos nosotros– rio Dolgo, mientras que Dikgo asentía con una enorme sonrisa.

–Sería interesante– intentó sonreír Eldi, aunque en realidad le estaban entrando ganas de vomitar.

Había planeado separarse de ellos en cuanto tuviera la oportunidad, y seguir solo por la mazmorra. Pero sus planes acababan de cambiar.

Regreso a Jorgaldur Tomo I: el mago de batallaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora