Escapando (II)

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Eldi miro al hombre que tenía enfrente. Aunque de avanzada edad, su cuerpo se veía musculoso, atlético, capaz de moverse con rapidez, además de que la espada que empuñaba era de nivel 50. Pensó que su única posibilidad era tomarlo por sorpresa, que creyera que iba desarmado, que no podía hacer aparecer un arma y atacar. Pero aun así, no estaba en absoluto convencido de que pudiera vencer.

No obstante y aunque fuera difícil, primero intentaría convencerle de que no era un enemigo. Aunque no sabía muy bien que podía hacer o decir para no parecer demasiado sospechoso. Ni siquiera estaba seguro quién era aquel hombre que tenía enfrente, aun cuando su nivel y uniforme indicaban que era alguien importante en aquel lugar.

–Buenas... noches... Buscaba algo de comer en la cocina, pero parece que no queda nada– improvisó.

–¿Quién eres?– insistió el hombre.

–Yo... bueno... soy un amigo de Godo... pero me dejó aquí y se fue a hacer no sé qué... y tenía algo de hambre... así que...

–Las habitaciones de invitados no están en esta planta– dudó el hombre, no del todo convencido, pero al menos había bajado su arma.

–Él es así, se le mete algo en la cabeza y se olvida de lo demás...

–Él no es así. Responde de una vez. ¿Quién eres y qué estás haciendo aquí?– negó el hombre mayor, apuntando de nuevo la espada hacia el intruso.

Eldi se maldijo por haber metido la pata. No podía saber que el hijo del conde, si bien era una persona miserable, era también meticuloso, especialmente en quedar bien, en aparentar. Dio un paso atrás, acosado por la punta de la espada y planeando como actuar.

Su primera idea era sacar la lanza y usar Jabalina. A la distancia que estaba no podría esquivarla, y esperaba poder atravesar su armadura, o por lo menos darle un fuerte impacto. Si con ello podía confundirlo, quizás podría rematarlo con el hacha. O usar Propulsar con el martillo, aunque seguramente no tendría mucho efecto en un nivel 51.

También podía intentar usar los Muros como distracción, y sacar a padre e hija corriendo. Sólo necesitaría despejar el camino a las escaleras y entrar en el túnel, aunque sería arriesgado. Si la distracción no funcionaba, no podría protegerlos.

Estaba seguro de que Rugido de León no funcionaría, y de poco podía servir Poder del Topo, como mucho ganar un par de segundos. Lo peor es que no se le ocurría qué podía hacer sin poner en peligro la vida de quienes estaban dentro de la cocina.

–Leytor, espera, es un amigo– interrumpió de pronto Galdho.

El soldado miró sorprendido al hombre, que llevaba una armadura y armas desconocidas, y a su hija en brazos, preguntándose qué estaba pasando allí.

–¡Ghaldo! Me dijeron que habías vuelto a casa, ¿qué haces aquí?

–Te mintieron. Me lo quitaron todo y nos encerraron. Luego la condesa decidió torturarme porque no podía hacer lo imposible, o simplemente por capricho. Y el conde quería... a Dina...– No terminó la frase, no era capaz de decirlo en voz alta. Sólo imaginar lo que podía haber pasado le producía un fuerte dolor en el pecho.

Para Leytor fue un shock. Si bien había escuchado rumores, y algunas acciones de los condes podían ser reprobables, nunca había creído de verdad que fueran capaces de algo así. No sabía qué hacer. Por una parte les debía lealtad, pero por otra, si era verdad, todo lo que él era debía oponerse a ellos. Aunque ello le supondría abandonar su posición, su posición confortable, y poner a su familia en peligro.

–Los condes están muertos– le informó su amigo, aquel a quien había animado a aceptar el trabajo de maestro, creyendo que sería una buena oportunidad.

El soldado miró entonces al extraño, confirmando con su mirada que él había sido el autor. Por una parte le parecía una situación horrible, por otra, un alivio.

–Tenéis que salir de aquí. Cuando sus hijos se enteren, os perseguirán– reaccionó al fin Leytor.

–También están muertos– le reveló Eldi, ante la sorpresa de su interlocutor.

–¿Por qué? ¿Cómo?– preguntó éste, dando un paso atrás, sin decidir si debía intentar apresarlo o dejarlo ir.

Eldi miró a Galdho y a la niña. No le parecía bueno que Dina hubiera escuchado lo que habían dicho hasta ahora, y menos aún que lo siguiera haciendo.

–No nos escucha. Le puse una ilusión– adivinó el padre los pensamientos de su salvador.

Era un encantamiento débil y fácil de superar. Sin embargo, era útil para distraer a una niña de seis años. Eldi asintió y habló.

–Habían violado y matado a una chica de unos quince años, y hablaban de sus pasadas y próximas víctimas. No podía dejar a esos monstruos campar a sus anchas.

Leytor se volvió a sorprender tanto como a avergonzarse. Había hecho caso omiso a todos los rumores sobre aquella familia, ocupándose sólo de los asuntos militares. Sentía que había incumplido su deber, cegado por su lealtad y por no poner su posición en riesgo. Había optado por el camino más cómodo, por colocarse una venda en los ojos para no tener que preocuparse de nada. Y se la acababan de arrancar dolorosamente.

–Yo... me ocuparé de todo... Me encargaré que te compensen...

El soldado era en realidad el comandante de las tropas y, por tanto, la máxima autoridad allí hasta que la realeza decidiera nombrar a nuevos condes de Tenakk.

–En el sótano hay varias docenas de artesanos esclavizados, además de herramientas mágicas que no pueden estar allí, se estropearán.

El comandante sabía que habían contratado a gran número de artesanos, pero que estuvieran esclavizados era algo que desconocía. Ni siquiera sabía que estaban en uno de los sótanos. Se sintió humillado por haber sido ninguneado de aquella forma. Por haberse él mismo negado a prestar un poco más de atención.

–Me encargaré de eso también. Reuniré primero mis tropas de confianza para hacer limpieza de los cómplices– aseguró. Ahora también podía apreciarse ira en su voz.

–¿Qué vas a hacer, Galdho?– preguntó Eldi.

–Si Leytor quiere, me quedaré. Puede que necesite ayuda con las herramientas y los artesanos.

El comandante asintió, le vendría bien.

–Bien, entonces yo debo irme. ¿Podrías despejar las escaleras? Necesitaría ir hasta una de las salas de trabajo.

–Sí, claro– aceptó el comandante, sin entender muy bien que pretendía.

Se despidió de padre e hija, la cual lloró por decir adiós a su héroe. Aunque se consoló con una hermosa horquilla azul que éste le dio como recuerdo. Y por mucho que su padre insistiera, dejó que se quedara con las armas y armadura. Luego desapareció sin dejar rastro, sin que nadie pudiera averiguar cómo se había ido.

Y aún fue más grande la sorpresa de Leytor cuando, más tarde, examinando los cuerpos de la familia, descubrió las marcas que pertenecían inequívocamente a Eldi Hnefa, quien había sido para él un héroe y un ejemplo durante toda su niñez. De hecho, tardó un par de días en perdonar a Galdho por no habérselo dicho antes, lo que tardó en descubrir que su héroe de niñez, el de la gran mayoría de los plebeyos, estaba siendo perseguido.

Regreso a Jorgaldur Tomo I: el mago de batallaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora