Esclavos

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Sus ojos derramaban lágrimas, pero no de tristeza, sino de alivio. Se había sentido nerviosa cada vez que él se había adentrado en las tierras corrompidas, pues allí no podía seguirlo, observarlo. No había naturaleza viva, y, por tanto, estaba fuera del alcance de la dríada.

Pero lo peor había sido enterarse de que había caído en una emboscada elaborada por los enemigos de todos los seres vivos, una emboscada que había amenazado la seguridad de todo el grupo, y de su amado entre ellos.

El tiempo había transcurrido extremadamente lento, sin noticias, sin nada que poder hacer. Se había maldecido a sí misma por no haber evitado que hubiera ido hasta allí, aun cuando sabía que no debía impedirlo. Tanto es así, que el suelo estaba lleno de pequeñas trozos de pétalos y raíces, pues las uñas que se mordía no son exactamente igual a las de los seres humanos.

Se había temido lo peor, y había motivos para ello. Cada segundo que había pasado sin noticias había disminuido las probabilidades de que estuviera vivo. Cada instante había aumentado su miedo a perderlo, esta vez para siempre.

Por ello, cuando se había enterado que el grupo había sido rescatado, su corazón había dado un vuelco, esperando ansiosa poder verlo a través de las plantas que crecían al otro lado del río. Y no había podido evitar caer de rodillas y llorar lágrimas de néctar cuando éstas habían detectado su aura.

–Está vivo– murmuró para sí misma, sin poder calmarse.

Hubiera querido llegar hasta él y abrazarlo, pero no sólo había una gran distancia que los separaba en estos momentos, sino que no podía hacerlo, no podía mostrarse ante él. Aún no. No obstante, se sentía enormemente feliz y afortunada por no haberlo perdido.

Mientras tanto, en varios lugares pertenecientes a diferentes reinos, muchos respiraban con alivio y exclamaban sorprendidos. Por alguna razón que desconocían, días atrás, algunas plantas parecían haber perdido vigor, como si estuvieran enfermas, y se habían temido que pudiera estar llegando alguna calamidad que pudiera afectar su sustento, su forma de vida. Sin embargo, no sólo parecían haberse recuperado completamente, sino que muchas habían florecido, creando un espectáculo poco habitual en aquella época del año.



–Papá está bien– murmuró aliviado Líodon, acariciando con sus dedos una orquídea que días atrás parecía que iba a marchitarse.

–Menos mal. No sé por qué mamá estaba tan preocupada, pero seguro que algo había pasado– suspiró Lidia.

Ambos sabían perfectamente los efectos que podía ocasionar en la vegetación los sentimientos extremos de una de las guardianas, de su madre adoptiva. Y pocas cosas podían haber ocasionado tal resultado, la más probable que su padre adoptivo estuviera en serio peligro.

Aquello les había provocado una extrema inquietud, pero ahora se sentían relajados, incluso sonreían.

En esos momentos, un carro ordinario de lo que parecía ser un mercader se aproximaba por el camino, acompañado por una escolta algo superior a la habitual pero no excesiva. Sus armas y armaduras indicaban que eran aventureros de nivel medio, contratados para proteger las mercancías, pero los mellizos sabían que era sólo una fachada.

Era el primer carro de una supuesta caravana de mercaderes, pero que en realidad transportaban esclavos para el mercado negro, lo que era una práctica oficialmente prohibida. No obstante, algunos nobles, e incluso la realeza, estaban obteniendo grandes beneficios de aquel negocio ilícito.

Habían estado meses investigando para llegar a este punto, en el que algunos de los responsables estaban en aquella caravana, mientras que otros iban a ser atacados en donde trabajaban o vivían. Claro está que algunos escaparían, no habían podido tenerlos todos a tiro, pero aquello sería un duro golpe para ellos.

Cuando el primer carro pasó delante de ellos, atacaron, vestidos como bandidos. La escolta los miró con desdén, pues no temían a aquellos bandidos, ya que su fuerza era mucho mayor de la que mostraban.

Así que, confiados, se enfrentaron directamente a quienes los atacaban a lo largo de la caravana. Lo que no podían esperado era que ellos no fueran los únicos en ocultar su poder. Cuando se dieron cuenta de su error, ya era demasiado tarde para reaccionar, o para tomar a los esclavos como rehenes.

–¡Echaba de menos un poco de acción!– exclamó Tresdedos, aplastando con un martillo el cráneo de uno de los soldados disfrazados.

–Siempre has sido un maníaco de las batallas– suspiró Shikca, una musculosa guerrera de algo más de dos metros de altura, y que acababa de partir en dos a otro de ellos con su enorme hacha.

–¿Entonces me dejas el resto a mí?– se burló éste.

–¡Ni lo sueñes!

La mayoría de los mercaderes se rindieron sin oponer resistencia. En un principio, pretendían dejarlos con vida tras interrogarlos, probablemente encerrándolos, pero después de ver el estado de los esclavos y escuchar los relatos de su sufrimiento y humillaciones, cambiaron de idea.

Muchos de aquellos supuestos mercaderes eran culpables de graves crímenes contra los esclavos liberados, o contra los que habían matado para capturarlos. Así pues, no hubo piedad hacia ellos. Incluso algunos de aquellos esclavos reclamaron ejecutarlos por su propia mano.

Al final, había sido una victoria agridulce. Por una parte, los habían liberado y dado un duro golpe a la organización. Por la otra, habían comprobado de primera mano la crueldad con la que podían llegar a actuar.

Ahora mismo, la parte más difícil era decidir qué hacer con los esclavos, cómo devolverles la vida que les había sido arrebatada, pero, para ello, tenían un plan que hizo sonreír a más de uno.



–Maldita sea– masculló Ricardo cuando recibió el informe.

Aquello no sólo significaba un duro revés para su organización, sino que les costaría bastante poder reanudar el negocio. Necesitaban descubrir a los infiltrados y eliminarlos para poder seguir con aquella lucrativa actividad, sin la cual tendrían problemas de financiación.

Lo peor de todo es que la liberación de los esclavos provocaría que los rumores se extendieran por todo el reino, lo que los obligaría a actuar, a aparentar que tomaban medidas contra esas prácticas. Era un profundo dolor de cabeza, y su ira se concentraba en una sola persona.

–Maldito Eldi Henfa. Si no hubieras vuelto, los rebeldes hubieran seguido escondidos. Pero ahora... Por tu culpa...– maldijo en voz baja.

Cuando le llegó un segundo informe, en el que los esclavos habían llegado a la capital, maldijo también a los rebeldes. Aquello obligaba al reino a hacerse cargo de ellos, a proporcionarles los medios para rehacer sus vidas. De no hacerlo, nadie creería que estaban realmente decididos a combatir la esclavitud.

Regreso a Jorgaldur Tomo I: el mago de batallaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora