Bandidos (III)

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Eldi no sabía qué hacer. Entendía que la humillación y el dolor provocaban que la mujer-gata pronunciara aquellas palabras, pero no podía hacer lo que le pedía. No tenía ni idea de como tratar a alguien tan desesperado, a alguien que no quería seguir viviendo. No era experto en psicología, y mucho menos en ayudar a alguien en aquella situación.

–Has sufrido mucho, pero aún tienes una vida por delante, no puedes morir aquí– intentó consolarla, vacilante.

–Mis amigos... Mis compañeros... Todos murieron... Y yo... Sólo yo he vivido para que... Todos los días... No puedo más, no quiero recordar más, mátame. Yo no puedo... Me pusieron una restricción... Por favor, mátame– le imploró ella.

Eldi tenía el corazón roto, y sólo su voluntad le impedía derramar lágrimas, pues en aquel momento no podía relajarse, todavía había peligros, aún había trabajo que hacer. Sólo se le ocurría una opción, una que no sabía si era buena para ella, una que no sabía si saldría bien. Estaba seguro de que había mejores caminos, pero no podía sugerir un camino que no conocía.

Respiró hondo, intentando dejar de lado sus propios sentimientos, no podía dejarse llevar en aquel momento. Con el rostro serio, se dirigió de nuevo a ella.

–Aún quedan algunos bandidos, deben de estar durmiendo. ¿No quieres vengarte?

Ella levantó la cabeza de golpe, con sus dientes apretados y sus colmillos sobresaliendo. Por primera vez, había brillo en sus ojos, un brillo salvaje.

–Desátame. ¿Hay algún arma que pueda usar?

La rabia y el deseo de venganza la habían hecho reaccionar, aceptando la maza y el escudo que le dio el hombre, así como una armadura completa. A pesar de que su mente se encontraba nublada, pensando tan sólo en acabar con los bandidos, sintió sorpresa ante la calidad del equipo que recibió. Después de una Curación Básica, se sentía más poderosa que nunca.

Maza y escudo había sido siempre su elección, pero nunca había empuñado unas armas así, ni vestido una armadura mágica que se ajustara a su cuerpo. Sabía que las había, pero no para alguien de su estatus. En una situación normal, hubiera querido saber de dónde habían salido, hubiera querido saber cómo aquel extraño las había conseguido, pero, en aquel momento, sólo cabía en su mente el incrustar la maza en los cuerpos de quienes odiaba.

Siguió al hombre, apretando con fuerza sus armas hasta que sintió dolor, un dolor que era bienvenido. Sentir el dolor evitaba que pensara en nada más.

Cuando llegaron a la habitación, los bandidos dormían. Eldi dudó. Había matado, mucho más de lo que nunca hubiera imaginado que sería capaz, pero asesinarlos a sangre fría, mientras dormían, era una línea que no había traspasado. Y, mientras dudaba, oyó el sonido de dos fuertes impactos, uno tras otro, junto el de huesos al romperse.

Cuando se giró, había un bandido con la cabeza machacada y una maza cubierta de sangre y fragmentos del cráneo. La mujer no se detuvo allí, dirigiéndose rápidamente a uno que se había medio despertado y empezaba a incorporarse, sin saber qué se le veía encima.

Eldi fue incapaz de moverse mientras, una tras otras, las cabezas eran machacadas con un par de potentes golpes, a veces tres. La mujer-gata no se recreaba en su masacre, sino que eficientemente acaba con los bandidos, uno a uno. En un par de ocasiones, cuando más de uno de ellos se empezaba a incorporar, usó su escudo para noquearlos, mediante una habilidad con un nombre tan original como Golpe de Escudo.

–¿Son todos?– preguntó ella en un tono frío e indiferente, como si no acabara de masacrarlos, como si estuviera preguntando si había parado de llover.

–Sí, eso creo– respondió él con un escalofrío que le recorría la espalda.

Ella asintió, agachándose para dejar la maza en el suelo y coger la espada de uno de los bandidos, que era más adecuada para lo que quería hacer.

–Gracias– dijo ella antes, de dirigir la espada a su cuello, con la intención de clavarla. Al morir todos los bandidos, la restricción había sido destruida.

–¡Espera!– exclamó Eldi.

Pero ella no le hizo caso, y apretó la espada para acabar con su vida. Sin embargo, no pudo hacerlo, pues una Armadura de Roca se lo impidió.

–¡Déjame morir!– exigió ella, sollozando.

–¡No puedes morir! ¡La vida es demasiado preciosa! Por muy duro que haya sido, siempre quedan razones para vivir– intentó convencerla.

–¡Pues dame una!– le gritó fuera de sí, con grandes lágrimas cayendo de sus ojos gatunos.

Una vez más, Eldi dudó. Desde que había propuesto la venganza, había estado pensando que pasaría después. Su mejor idea era un camino oscuro y lleno de odio, pero tenía la esperanza de que encontrara algo mejor mientras lo recorría. Al menos, aún estaría viva y, quizás, tendría la oportunidad de volver a vivir la vida. Era imposible saberlo, pero sí que podía estar seguro de que, si moría, ya no habría más oportunidades para ella.

–Hay prisioneros que necesitan ser escoltados de vuelta a sus hogares, me gustaría que me ayudaras con eso.

–De acuerdo– aceptó ella después de pensárselo, asumiendo que al menos le debía eso.

Él suspiró, ahora venía la propuesta más difícil de hacer. Arrastrarla a un camino lleno de sangre y que podía acabar fácilmente con la vida de la mujer-gata. Pero, aun así, era mejor opción que el suicidio.

–Aún hay bandidos en el reino, y en otros. Hay quien está sufriendo como tú has sufrido, o lo estarán en el futuro. A no ser que alguien haga algo. No podrás acabar con todos, pero sí reducir su número y el daño que provocan. Si cumples tres condiciones, te puedes quedar con la armadura y las armas.

Ella lo miró, mordiéndose el labio hasta hacerlo sangrar. Su rostro, serio y difícil de leer, lo observaba con atención, denotando que estaba considerando seriamente sus palabras, y esperando que continuara.

–Primero de todo, prométeme que no intentarás suicidarte.

»Segundo, que no hablarás a nadie de mí, ni de dónde han salido las armas y la armadura.

»Y tercero... ¿Cómo te llamas?

La tercera le sorprendió y sus ojos se abrieron un poco más. Incluso hubiera sonreído si su corazón no estuviera invadido por la rabia, el odio, el desconcierto y un profundo dolor.

Se lo pensó durante un tiempo que al alto humano le pareció eterno, hasta que, finalmente, dejó caer la espada y se acercó a Eldi, tendiéndole la mano.

–Mi nombre es Miaunla.

Regreso a Jorgaldur Tomo I: el mago de batallaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora