Traidores

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Con dos espacios abiertos, la presión sobre la dura roca se había reducido y era manejable para Gragko. Pero al otro lado del campo de batalla, el general no estaba tan contento. Esperaba causar más desconcierto, pero su plan de atacar desde el subsuelo estaba teniendo menos repercusión de la esperada. Totalmente fuera de sí, dio la orden de atacar salvajemente.

–¡Apartad a los heridos del frente y atacad con todo! ¡Disparad! ¡Los quiero muertos!

Obedeciendo las órdenes de su general, el ejército de seres corrompidos redobló la ofensiva, pasando literalmente por encima de los que estaban heridos en el frente, empujando desde atrás.

Los defensores se vieron abrumados. La presión desde la retaguardia obligaba a los perdidos a avanzar, a ser demasiado temerarios, a ser presas fáciles. Pero, incluso malheridos, sus cuerpos eran empujados. Cuando morían, otros tomaban su lugar sin un momento de descanso.

Caranlín apretó los dientes. Era un táctica suicida, las bajas de sus enemigos eran ahora mucho mayores, pero era evidente que no les importaba. Y a ellos les sería imposible escapar ante aquella avalancha de seres corrompidos.

Sin embargo, algo ya había empezado. Aunque su incidencia hasta ahora había sido mínima, con la presión añadida, se estaba dando con más intensidad. Al principio, los pocos perdidos que habían despertado habían sido barridos por sus propios compañeros. Quizás se hubieran llevado algunos por delante, pero no habían sido más que gotas de agua sobre el mar. Ahora, se estaban multiplicando.

Dafkra levantó la cabeza al oír un grito de rabia y desesperación. Pertenecía a una de los suyos. O, más bien, a una que había sido antes una de los suyos. A garrotazos, barrió el espacio a su alrededor. Nadie se atrevía a acercársele, excepto un gigante corrupto que se abalanzó hacia ella.

Los dos se enredaron en una pelea a puño limpio, rodando por el suelo, sin preocuparse de si se llevaban a alguien más consigo. Se golpeaban sin parar, siendo el que había despertado el único que emitía un potente grito, continuamente.

–Lo está llamando– murmuró Dakgror, con el corazón encogido –. Es... Es su hijo.

Eldi y los que lo oyeron se estremecieron, teniendo presente una vez más el horror de aquella plaga, de aquella maldición. Veían a la madre golpeando a su hijo con todo su poder, para despertarlo o liberarlo de aquel infierno. Al hijo golpeando a su madre sólo por instinto, hasta que se detuvo y su alarido se escuchó en todo el campo de batalla.

–¡Ha despertado!– exclamó Dafkra.

De lejos, podían verse a dos gigantes que apenas podían levantarse, pero que ya no peleaban. Incluso se abrazaron. Inmediatamente, re cogieron sus garrotes y, apoyándose el uno en el otro, arremetieron contra sus antiguos aliados, llevándose a decenas de ellos por delante antes de que sus cuerpos, agujereados por multitud de puntos, no pudieran más y se desintegraran.

–Bienvenidos de vuelta a la roca– murmuraron Dafkra y Dakgror, conmovidos.



A unos metros de distancia, varios hechizos de viento arremetían aquí y allá contra todo lo que los rodeaban.

–Algunos hermanos elfos han despertado– se oyó la solemne voz de un mago.

Mientras, dos enormes escorpiones combatían el uno contra el otro, arrastrando en su pelea a sus aliados y exaliados. Varios enormes seres, cuyo aspecto estaba entre el de un lobo y un oso con cuernos, también luchaban entre ellos. Al mismo tiempo, otros más pequeños atacaban a los de su tamaño, o arremetían contra los que les doblaban o triplicaban.

Una parte importante de las fuerzas corruptas era un caos, por lo que la presión sobre el perímetro defensivo disminuyó, permitiéndoles recuperar posiciones. Incluso algunas lombrices habían sido afectadas, dejando a los aburridos gigantes a la espera mientras éstas resolvían sus diferencias.

–Maldita sea... El miasma...– maldijo el general.

Ordenó inmediatamente a sus tropas que volvieran. Unas pocas fueron abatidas por los aliados de Eldi, y unas pocas más por los perdidos que habían despertado. Estos persiguieron a los que se retiraban, dispuestos a acabar con cuántos de sus antiguos aliados pudieran, liberándolos de su sufrimiento y esperando acabar con el suyo propio.

–¡Acabad con los traidores!– ordenó el general en cuanto llegaron a la zona con miasma.

Aquellos llamados traidores eran menos pero decididos, así que opusieron resistencia. Sabiendo que iban a morir y deseando liberar sus almas del sufrimiento, atacaron sin miramientos, sin miedo a la muerte, más bien deseando abrazarla para descansar.

De lejos, frustrados, el grupo contemplaba el desarrollo de los acontecimientos. Hubieran querido luchar junto a aquellos que habían recuperado su conciencia, incluso aquellos que eran bestias, pero sabían que era un suicidio. Pasaron los minutos recuperando su poder, mientras el miasma iba cubriendo la zona de la que anteriormente había desaparecido.

Mientras, apretando los dientes por la frustración y la humillación de lo que estaba resultando aquella batalla, el general canalizaba su poder para que la expansión del miasma fuera más rápida.

–Caranlín, en unos minutos puedo volver a hacerlo– informó Eldi.

Está asintió. Era una carta más que jugar para ganar tiempo, una carta que sólo les duraría unos segundos. Probablemente no haría falta para parar ataques a rango, pero podría ser útil como último recurso.

Le parecía impresionante la Bendición del unicornio, la cual permitía al visitante recobrar más rápido el maná. Le dio algo de envidia, aunque no era lo único extraordinario en él, incluyendo los hechizos que les habían permitido alargar un poco más la esperanza.

Eldi se sorprendió un poco de la actitud de sus compañeros mientras esperaban y recuperaban fuerzas. Esperaba verlos quizás decaídos, quizás temerosos, quizás tensos, o quizás simplemente serios, pero estaban comiendo y bromeando. Puede que no les quedara mucho tiempo de vida, por lo que era una razón más para vivirla al máximo.

–¿Y tú cuantos?– le pregunto una enana a Dafkra.

Estaban discutiendo el número enemigos que habían matado cada uno, aspirando al segundo puesto. A pesar de que fanfarroneaban y exageraban los números, era evidente que el primero puesto era para Disnalor.

–No hay suficientes dedos para contarlos– respondió está.

–Ah, entonces más de diez. Te contamos once– propuso un elfo.

–No, quería decir que no hay suficientes dedos entre todos para contarlos– sonrió satisfecha la giganta.

Todos rieron ante una respuesta que no esperaban. No hacía mucho que los gigantes habían aprendido el arte de fanfarronear, pero aquella enorme aliada les acababa de ganar en su propio juego.

De pronto todos se pusieron en pie. El enemigo había empezado a moverse.

Regreso a Jorgaldur Tomo I: el mago de batallaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora