Los hijos del conde

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Se movió despacio, intentando mezclarse con las sombras y no hacer ruido, pero no resultó prácticamente necesario, pues no había casi nadie. Unos pocos sirvientes esperaban a ser llamados en una habitación cercana al montacargas mágico, mientras que los soldados vigilaban los accesos a la planta, pero no se encontraban dentro de ésta.

Hubiera preferido quedarse en la biblioteca, que debía de estar en alguna de las plantas inferiores, y que seguramente podría proporcionarle mucha de la información que deseaba saber sobre magia o alquimia. O estudiar las armas y armaduras que hubiera en la armería. O hacerse con algunos materiales para construirlas el mismo. Pero lo que había venido a hacer allí no tenía nada que ver con eso.

No estaba seguro de si sería capa de mantener la compostura, de jugar el papel que se le suponía, pero su intención era asustar a los condes, hacerles saber que había vuelto y que podría tomar represalias si no enmendaban su actitud. No estaba seguro de si funcionaría, de hecho dudaba cada vez más, pero no podía echarse atrás.

Caminaba por los pasillos intentando averiguar cuál era la habitación del conde, cuando unas voces llamaron su atención.

–Joder Godo, te la has cargado– se quejó uno de las voces.

–Es que no he podido evitarlo. Esa expresión de agonía, sin creérselo, no podía dejar de verla.

–Uff, siempre estás igual. Ahora tendremos que buscar otro juguete. Al menos esta vez pude divertirme un poco.

–Ja, ja, ja. Si luego eres tú el que se cansa y se deshace de ellas.

–¡Pero no tan rápido!

A Eldi no le gustó aquella conversación, temiéndose lo peor. Y cuando echó un ojo a la puerta entreabierta de la habitación que era origen de las voces, sus peores presagios se cumplieron. En la cama yacía una adolescente de unos quince años, desnuda, y que ya no respiraba, mientras que dos jóvenes de entre veinte y veinticinco años reían más que discutir. Sus niveles estaban en 18 y 21.

Dudó un instante. En su mundo hubiera llamado a la policía, nunca se hubiera tomado la justicia por su mano, aun suponiendo que pudiera. Pero allí no había policía, sólo estaba él. Quizás podría haberse planteado dejarlo estar, olvidar lo que le habían hecho a aquella adolescente con una vida por delante, o a las que presumiblemente habían matado antes, pero jamás a las que vendrían después. Es cierto que eso lo convertía en juez y verdugo, o que nunca había matado a un ser humano, pero darle la espalda le convertiría en cómplice, en alguien que podía haber evitado más muertes y sufrimiento, y no lo había hecho.

–¿Quién eres?– se sorprendió uno de los jóvenes al ver al hombre envuelto en una capa negra que había irrumpido en la habitación.

Pero el hombre no respondió, tan sólo miró un instante hacia el cuerpo sin vida de la joven, aumentando si era posible su ira hacia ellos. Luego se giró hacia el que había hablado, con sus ojos brillando con rabia. Una lanza apareció de la nada en la mano del hombre, que la lanzó usando Jabalina. Atravesó el pecho del que había hablado, clavándolo en la pared, aunque aquello no lo mató inmediatamente.

–¡Sig!– exclamó su hermano, aterrado.

Pero no tenía tiempo para ocuparse de su moribundo hermano, pues el hombre había vuelto a sacar otra lanza de la nada y la lanzó contra él. Logró esquivarla, sólo le rasgó un poco el hombro, pero su enemigo había aprovechado para acercarse y atacarlo con una enorme hacha, seccionándole un brazo. Quiso gritar, pero una patada lo dejó sin aire, y, cuando quiso reaccionar, el hacha ya se estaba precipitando sobre cuello, acabando con su vida.

Eldi miró hacia el otro joven, al que había empalado en la pared, pero también había muerto. No había sido una pelea, había sido una ejecución, pues no sólo el nivel de ellos era inferior sino que no estaban acostumbrados a pelear. Habían aprendido algunas técnicas a desgana, y había subido de nivel rematando a las presas que otros cazaban. Pero no habían tenido ningún interés en la faceta de guerrero que se supone todo noble debe aprender, y les había costado caro.

Eldi apretó los puños. La visión de las dos vidas con las que había acabado no le resultaba agradable, pero le consolaba el haber hecho lo que creía que tenía que hacer. Tapó el cuerpo de la joven, lamentándose de no haber llegado un poco antes, de no haber podido salvarla.

Suspiró amargamente y sacó de su inventario un sello mágico, un sello que había usado en aquellas misiones tiempo atrás, un sello infalsificable. Presionó con éste sobre los cuerpos sin vida de los hijos del conde, dejando la marca y anunciando al mundo la vuelta de Eldi Hnefa. Había planeado sólo asustarlos, amenazarlos, pero, con pesar, tenía que reconocer que aquello era más efectivo. Castigar con la muerte a quienes habían torturado a su pueblo era el mensaje más claro.



Salió y cerró la puerta tras de sí, usando la llave que había encontrado en las ropas de los hijos del conde. Esperaba así que tardaran más tiempo en descubrir lo que había sucedido allí, y no saltara la alarma demasiado pronto. No había encontrado ninguna otra objeto interesante, y no se llevó los de valor, ya que no quería que lo acusaran de ladrón, aunque nada les impedía mentir sobre lo que allí había sucedido.

No sabía si irse de aquel lugar o echar un vistazo más allá, pero un grito de dolor decidió por él. Se dirigió hacia el origen de aquel grito, cuando una puerta se abrió. Le dio tiempo a esconderse por muy poco, mientras una mujer de mediana edad salía de la habitación, hablando con alguien que estaba dentro.

–No te muevas, volveré enseguida. Voy a buscar algunos juguetes. Si te portas bien, puede que incluso nos podamos divertir un poco.

Su tono era entre burlón y sugerente, pero nadie le respondió desde dentro. Así que, con cuidado, Eldi se asomó a la habitación en cuanto la mujer se perdió de vista, lejos de imaginar lo que iba a encontrar allí.

Regreso a Jorgaldur Tomo I: el mago de batallaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora