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steve rogers;

Cruzó la avenida, observando a las personas que se movilizaban a su alrededor. Una niña de cabellos rizados le dedicó una alegre sonrisa y un saludo con sus manos. Georgie paralizó sus acciones, segundos más tarde, trató de devolverle el gesto.

Era la primera vez en años que alguien le transmitía un sentimiento que no fuera temor, odio o repugnancia. Le costaba su estadía en los cuarteles de HYDRA, las variadas torturas a las cuales había sido sometida, las misiones en las cuales había asesino a personas inocentes. Pero lo que aún más le dolía en el corazón, era recordar su pasado en fragmentos, en breves momentos de felicidad junto a sus mejores amigos antes de la guerra, Steve y Bucky.

Acomodó la oscura gorra sobre su cabeza y subió el cuello de la cazadora, ocultando una parte de su rostro. Pretendía esconderse hasta que la organización nazi la diera por muerta, hasta que pudiera llevar una vida “normal”. Sin más tardar, se encaminó hasta el interior del edificio de antigua fachada.

Según había leído en un folleto pegado en una tienda de comida, habría una exposición acerca de la vida del Capitán América. Georgie  sintió un vuelco en el corazón al leerlo y, después de haberse debatido por horas, las ventajas y desventajas que le traería conocer lo que había sucedido con una de las personas más importantes se su vida, decidió ir.

—Lo lamento —murmuró, luego de haber chocado con la anatomía de un sujeto musculoso.

—La culpa ha sido mía, señorita.

Georgie elevó su mirada, sorprendida. Tardó unos segundos en percatarse de que su cerebro no le estaba jugando una mala pasada. Esa melodiosa voz pertenecía a Steve. Sus verdosos ojos chocaron contra un par de azulinos, que la admiraban maravillados.

—¿Georgie? —inquirió el rubio, quitando la prenda que ocultaba su rostro para comprobar si se trataba de la muchacha—. ¡Ay, madre santa!  Pensé que te había perdido —las manos de Steve se posaron sobre las sonrojadas mejillas de ella—. No puedo creerlo, estás viva. ¡Viva!

—Stevie —susurró, percatándose de que las personas a su alrededor los miraban extrañados.

—No dejaré que te escapes de nuevo. Te he perdido una vez, no correré el riesgo de cometer el mismo error dos veces.

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