Citas y competencia (5)

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Tras haber estado bebiendo toda la tarde en su habitación, Rob Irwin había tenido una fuerte discusión con su madre ¿El resultado de aquello? Había decidido zamparse un largo peregrinaje nocturno por las calles y las avenidas de Castlebar, acompañado de un paquete de seis cervezas en su mochila considerando que dentro de su estado anímico no estaba contemplado ver a tanta gente.

Pensaba en el tiempo y en el espacio, cuestiones que lo tenían altamente obsesionando a esas horas. No había podido pintar desde hace semanas y sentía que por más que lo intentaba no podía encontrar su destino, considerando aquel problema que tenía por culpa de aquel maldito accidente que había sufrido, que al mismo tiempo era como una especie de karma.

Extrayendo conclusiones, sentía que su estancia en la academia había estado de lo más bien, hasta aquella bendita jornada en la cual el algoritmo le había asignado como dupla a la chica más linda de la clase.

No es que no diera más, precisamente, pero sentía que su pose de chico rudo había llegado demasiado lejos, tan así que estaba a punto de mandarlo todo por la borda, ya que todo aquello lo hacía sentir en extremo vulnerable y bajo esa lógica, sentía que su madre no lo comprendía.

Extrañaba bastante su vida en Nueva York, de poeta bohemio en la compañía de su padre actor de cine porno de bajo presupuesto. Ahí, tras dos semanas dónde había estado hospitalizado producto de un accidente vehicular debido a un intento fallido de asistir a una noche de casino en Las Vegas, había logrado completar el borrador de su primera y única novela.

Fue una temporada bastante extraña, según el, puesto que en cuanto estaba listo para ir a rehabilitación, decidió enviarle aquel borrador a su madre de regalo, quien inesperadamente mandó a editar aquel trabajo y lo envío a la academia, y aquel día en el cual al fin iba a abandonar el hospital, una de las enfermeras que le convidaba cigarrillos a escondidas del doctor le dió la noticia de que su madre lo había ido a buscar hasta ahí.

— ¡Mi Robcito querido! —Le dijo su madre, tras darle un abrazo— ¿Dónde está el papanatas de tu padre?

— No tengo idea, mamá ¿Qué estás haciendo aquí?

Su madre lo había mirado como se le mira a un mendigo o a alguien que come de la basura tras haberlo visto mejor.

— ¿Te ha venido a ver, por lo menos?

Rob Irwin se había quedado en silencio.

El tenía una especie de pacto con su padre; El vivía su vida propia y el también. No había espacio para esas mamonerias de padre e hijo. Solo qué, por el hecho de ser progenitor, tenía que en parte costearle su vida en la gran manzana, cuestión que tampoco ocurrió realmente, ya que el financiaba su vida bohemia en parte con los cuadros que lograba vender en una de las esquinas de la Quinta Avenida, gracias a ese típico marketing de boca a boca.

Una vez que su madre hizo los trámites legales para sacarlo del hospital fueron a comer a un restaurant de comida hindú. Rob miraba con asco el menú mientras su madre le hablaba.

— He leído tu novela.

— ¿Y qué tal te pareció?

— Pues sufrí bastante al leerla, pero al mismo tiempo estoy demasiado impresionada del talento que tienes.

— ¿Y solo eso vas a decir? ¿Es que acaso no te habías dado cuenta nunca del enorme talento que tengo?

Tras haber pedido la orden una vez que se acercó la mesera, Rob observó con una especie de extraña nostalgia las lágrimas se su madre.

— Lo sé, hijo ¡Perdóname!

— Nada que hacer a estas alturas pues vieja ¡Lo hecho hecho está!

— Es que de verdad ¡No puedo creer el resultado de tu diagnóstico!

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