Archivos residuales (6)

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La primera vez que a Catalina Marchesi se le ocurrió estudiar literatura, según ella, fue en 1993, en Alemania, donde su madre hacía un post grado, cuando ella tenía 5 años.

Solía decir que su padre le enviaba casettes con poesía de Gabriela Mistral que se aprendió de memoria, los cuales recitaba. incansablemente ante las risas de las compañeras de clase de su madre, quienes no comprendían absolutamente nada de español.

Una vez que volvió a Argentina a la edad justa para entrar a la escuela, decía ella que había adquirido la costumbre de quedarse hasta tarde leyendo poesía del siglo de oro español. No era algo fácil, solía decir. Sus amigas, vecinas del edificio en la avenida Corrientes, solían ir a cada rato a su casa con el fin de invitarla a la piscina y con los calores en aquella zona de Buenos Aires en verano aquello era algo bastante difícil de evitar. Pero ellas insistían. A su padre le gustaba su entusiasmo y trataba de moverse con sus amigos de México y Chile y España para que le consiguieran obras originales de sus respectivos países.

En ese tiempo también fue que comenzó a crecer una cada vez más completa biblioteca en su habitación. Su madre, de nombre Antonia, había obligado al padre de Catalina a hacer una especie de repisa con forma de caracol en las paredes con el fin de ocupar la menor cantidad de espacio posible.

En 1998 hubo una especie de saldos en una librería y su padre compró lo que más pudo y aquello hizo que definitivamente tuvieran que armar una biblioteca como Dios manda en otra sala del departamento, considerando que había un par de habitaciones vacías.

Según ella a los 11 años ya había leído al menos una obra de cada uno de los escritores argentinos que habían publicado alguna vez. Su madre, la cuál pasaba muy poco tiempo con ella, le creía e intentaba reforzar aquella vocación mandando a imprimir la portada de todas aquellas obras para que su hija adornara las paredes de su habitación.

Los esfuerzos de su madre, quien según su convicción profesional ayudaba a alimentar de manera positiva la vocación de su hija única, era lo único que realmente hacía por ella, tomando en cuenta que Catalina creció siempee bajo la tutela de su sirvienta. Con eso se sentía menos culpable por el divorcio, no así por haber decidido rehacer rápidamente su vida, sino que más bien por involucrarse de manera positiva con el padre de Catalina, por la formación de su hija, con quien ambos conversaban, para que así, la nueva experiencia relacionada con el cambio de vida no afectara a nadie.

Era esa la razón por la cual, pese a estar separados, hacían actividades los tres juntos.

En el año 2002, el padre de Catalina Marchessi murió. Su cuerpo fue hallado en el lago Ranco, dónde se había dirigido a nadar en compañía de unos amigos, quienes no se habían percatado hasta el día siguiente de su desaparición.

Durante el velorio, Catalina Marchessi pudo recordar por primera vez aquel casette con la poesía de Gabriela Mistral y se vio a sí misma, en su edad actual, viviendo en aquel departamento en Baviera con su madre, llevando a casa a su novio alemán, no sin antes haber pasado por ahí a comprar un buen kucken para la hora del té y así ser felicitada por su excelente alemán. Debido a su buen comportamiento su madre la agasajaría con unas buenas vacaciones en Ibiza o en la Costa Azul con todo pagado.

Se vió, como queda dicho, a si misma como una chica del primer mundo, recorriendo calles asfaltadas cubiertas de nieve para ir a la escuela, como si todo en ella fuese recorrer el curso natural de su destino, que era terminar lo que estaba haciendo y trasladarse a Munich a estudiar literatura, ya que era fanática de los libros, conocía a cada autor argentino que alguna vez había publicado y además en la escuela le iban destacando cada vez más sus habilidades artísticas y lingüísticas, tomando en cuenta que estaba comenzando a ganar sus primeros concursos de poesía.

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