19. El extraño diario de Zac (en el camino)

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Jill conducía mientras tarareaba una canción desconocida. Se veía feliz. Yo me sentía contento, un poco estresado. Nadie me había preguntado nada, como si yo jamás hubiera desaparecido por semanas. Jason me había dicho que les había explicado en términos generales a todos mi situación. No sabía qué tanto había dicho pero parecía lo suficiente como para que nadie tuviera ninguna duda. No se sentía así. Quería pensar que aunque tenían muchas preguntas simplemente no las decían porque querían ser buenos amigos. Yo no quería que las hicieran pero... sentía que si estuviera en su lugar las haría. Me molestaba eso.

Desde el lugar del copiloto, miré por el retrovisor a Evan y Jimi, que iban en los asientos traseros. Evan tenía todo un escándalo. Me animaba verlos tan feliz. Había tenido mis dudas sobre ese viaje pero valía la pena sólo por verlos así de felices. Me sorprendía cómo podían alegrarse con cosas tan simples.
Habían cosas que no cambiaban al menos.

El viaje fue tranquilo. Hasta que a Evan se le ocurrió asomar la cabeza por la ventana y casi se golpea en una señal de tránsito. Entonces empecé a regañarlo por ser tan irresponsable. Y como típico adolescente, empezó a tratar de contradecirme. Jimi parecía confundido por lo absurda que se estaba volviendo la conversación y Jill no dejaba de reírse.

Extrañaba eso, honestamente. Extrañaba demasiado esas charlas tontas que no iban a ninguna parte. Extrañaba ver feliz a Jill. Extrañaba ver a Jimi y sus mejillas rosadas. Y dios me perdone, hasta extrañaba a Evan y su habilidad de ser muy irritante.

Nos detuvimos junto al letrero del kilómetro 19. Jill quería revisar si la comida iba bien. Estacionó el auto a un lado de la carretera. George, cuyo auto seguía al de Jill, también se detuvo. Nos bajamos. Hacía un poco de frío pero el sol ya empezaba a calentar. Laura salió del auto. Miró el cielo azul. Me acerqué a ella.

— Sí— le dije—, es azul.
— ¿Eh?— dijo.
— El cielo— dije—. Lo observas como si acabaras de descubrir que es de color azul.
— Diría que acabo de redescubrirlo— dijo ella—. Últimamente me pasa eso con muchas cosas.
— Supongo que no siempre somos conscientes de lo que tenemos a nuestro alrededor— dije.
— ¿No te parece tonto? No deberíamos ignorar ciertas cosas.

La observé. Laura se veía diferente. Repentinamente parecía menos niña y más adulta. Una versión mayor y profunda de sí misma.
Entendí entonces que estaba redescubriendo a Laura. Me sorprendió eso.

Evan y Jimi se acercaron a nosotros.

— Encontré un caracol— dijo Evan—. Le puse de nombre Pepe. Ahora es mío. Lo llevaré a casa. Le construiré una casa.
— No creo que el caracol quiera eso— dijo Laura.
— Él no sabe lo que es mejor— dijo Evan—. Yo sí.
— Claro— dije—, el que casi se golpea la cabeza creé saber lo que quiere un caracol. Además, no sé cómo puede gustarte, es asqueroso.
— Oye— dijo Evan—, no digas eso enfrente de él, es muy sencible.
— No creo que el caracol entienda nuestro lenguaje— dijo Jimi.
— Claro que sí— dijo Evan mientras lo observaba caminar en su mano—, es muy listo.
— Creo que tienes un concepto equivocado de la palabra inteligencia— dije.

La profesora se acercó. Observó a Evan.

— ¡Qué asco!— dijo ella—, ¡Evan, deja a ese animal en donde lo encontraste y lávate las manos en seguida!
— ¡No, es mío!— dijo Evan mientras ocultaba a Pepe con sus manos.
— No me obligues a que te haga dejarlo por las malas— dijo ella, enojada.
— Pero tienen una conexión especial— dijo Jimi—. Hasta tiene nombre.
— Se llama Pepe— dijo Evan—. Y es muy simpático.

George, que había estado revisando los autos con Jill y Jason, se acercó a nosotros. Observó al caracol.

— ¡Es un caracol!— dijo feliz—, ¿Podemos quedarnos con él?
— ¡Claro que no!— dijo la profesora.

Así fue como Pepe empezó una batalla digna de película. Obviamente, después de una ardua discusión, la profesora ganó. George y Evan perdieron porque honestamente no había forma de que ganaran, ni siquiera usaron algún argumento válido. Fueron obligados a despedirse del caracol. Y a lavarse las manos después.

— Adiós, Pepe— dijo Evan, mientras dejaba al caracol en una rama—. Nunca te olvidaré.
— Para mañana ni siquiera te acordarás de él— dije.
— Claro que sí— dijo él—. Un caracol como él nunca se olvida.
— Lamento mucho esto— le dijo Laura—, pero es lo mejor para Pepe.
— Sí— dijo George—, alguien tan noble y libre no soportaría la agitada vida en la ciudad.
— Por favor— dije—, es un caracol, no un oficinista.
— Odio las separaciones— dijo Evan con dramatismo.
— Ven aquí— le dijo Jimi y lo abrazó.

El caracol, lentamente, empezó a irse.

— Adiós Pepe, que la fuerza te acompañe— le dijo George.
— Fue bueno conocerte— dijo Evan.
— Sí—dije—, debieron ser como cinco minutos.
— Unos irremplazables cinco minutos— dijo Evan.

Jason llegó a nosotros. Nos observó.

— ¿Me perdí de algo?— preguntó.

Evan, Jimi y George corrieron a abrazarlo. Y a quejarse.

Miré a Laura.

— ¿Todo bien?— le pregunté. Me observó.
— ¿ A qué te refieres?— preguntó.
— A que nunca te has resistido a los abrazos grupales— dije—. Hasta ahora.
— Ah, es que... no tengo ganas hoy— dijo ella.

Qué raro, pensé.

— ¡Lávense las manos todos ahora!— les gritó la profesora.
— No, la baba de Pepe es lo único que me queda de él— dijo Evan—, de otra forma voy a olvidarme de que existió.
— Pero si el caracol aún está ahí— dijo Laura—. Es un caracol, no puede irse rápido.
— ¡Pepe!— dijo Evan—, ¡Aún no es tarde!
— ¡Evan, no me hagas enojar!— le dijo la profesora.
— Sí, no la hagas enojar— le dijo George.
— ¡Todos vayan a lavarse las manos ahora!— les dijo ella, muy enojada.
— Pero Luz— se quejó Evan...
— ¡AHORA!— les gritó.

Evan y George ni siquiera lo pensaron. Corrieron a los autos.

— Necesito aprender a infundir miedo de esa forma— dije.
— Sí, podría servirte en tu cargo como presidente— dijo Laura.
— ¿Ustedes qué hacen ahí?— dijo la profesora—, ¡Vayan a lavarse las manos!
— Nosotros no tocamos al caracol— dijo Laura.
— ¡VAYAN AHORA!
— ¡En seguida!— dijo Laura asustada.

Yo la seguí, no quería descubrir qué tanto miedo podría dar la profesora.

Mientras lavaba mis manos y escuchaba a Evan quejarse, recordé que ya hasta se me había olvidado que era el presidente del consejo estudiantil.

— ¡Y que queden bien limpias!— nos regañó la profesora.

Problemas de PasilloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora