187. Los brujos ya no son lo que eran

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 El puerto de isla Alsi era humilde e incluso puede que esa palabra le quedara grande. Apenas era un espacio en donde la espesa naturaleza dejaba respirar lo justo para levantar un edificio de una plante, techo de tejas naranjas y pintando de amarillo huevo. Sobre la puerta, colgaba un letrero en que ponía: puerto.

Delante de dicho edificio se abría una escueta playa de arena que sirvió para que Tunante comenzara a meterse un poco en tierra y eso fue un gran alivio para él porque tanto nadar y nadar y nadar ya lo estaban cansando un poco.

Suspiró con cansancio, aquella no era la isla a la que quería ir. Tunante tenía un claro objetivo en mente, algo que deseaba hacer desde que había partido de isla Palmera, pero por culpa de sus nuevas tripulantes, Muma y Nuna, acabó yendo por otros derroteros. En el fondo, la tortuhogar era un cacho de pan y si le caía bien alguien, haría todo lo posible para ayudarle, pero protestando y haciéndose el duro.

Aunque también hay que decirle que eran un poco difícil caerle bien a la rebelde tortuhogar, él no se dejaba engatusar con caricias, palabras amables, coles bien grandes y ese tipo de cosas. A Tunante le gustaba la gente que amaba la libertad tanto como él y en Muma y Nuna encontró gran parecido: ellas eran libres, locas y salvajes. Debido a esto, quiso ayudarlas, por lo menos en cosas importantes, y devolverle a su estado original a la más simpática de las dos era, sin lugar a dudas, algo que merecía la pena hacer.

Nada más ver que la tortuhogar pisaba tierra, Muma lanzó un gritó de alegría y se lanzó desde todo lo alto del balcón. No lo pensó demasiado bien y la felicidad del berrido pronto se convirtió en terror cuando descubrió que la altura a la cual se había arrojado, pero tuvo la suerte de que la Corona de Margaritas se activó con la forma de unos rayos de color blanco bajo sus pies que sirvió para aminorar la velocidad y hacer que no se rompiera ambas piernas.

—¡Qué visitantes más interesantes! —dijo una voz jovial que pertenecía a alguien que se encontraba delante de la puerta del único edificio de aquel puerto.

Al mirarlo, Muma se quedó boquiabierta, pues por la vestimenta no quedaba otra que decir que se trataba de un brujo: llevaba puesto un sombrero morado y un vestido del mismo color. Pero en vez de un hombre escuchimizado de ojos miopes y barba de chivo, se trataba de un hombre de músculos esculpidos cuyos portentosos pectorales se podían ver a través del generoso cuello abierto de su vestimenta. Su cara no decepcionaba tampoco: de sonrisa fácil, mirada azul, rasgos agraciados y simpáticos, un mentón pronunciado y unas gafitas de montura invisible que le daban un irresistible aire intelectual.

—Hola... —dijo Muma y se imaginó que aquel hombre le hacía lo que Butfais le estaba haciendo a Junco. 

Muma I (Finished)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora