10. La tortuhogar Tunante

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 —¡Ladronas, ladronas! ¡Devolvedme a Tunante! ¡No, no! ¡No podéis robar el premio de las Olimpiadas, no podéis hacerme eso, ladronas! —gritaba el presentador, desesperado cual niño al que le cae al suelo la bola de helado que tan alegremente estaba lamiendo un segundo atrás.

El presentador corría a lo largo de la arena mojada de la orilla y dio unos saltos ridículos al intentar correr sobre el agua, con la intención de acercarse a toda velocidad al Tunante robado. Nadie en su sano juicio pensaría que es posible realizar tal proeza, pero el hombre dio unos pasos sobre la superficie y, contra todos los pronósticos, comenzó a ganar velocidad sin hundirse ni un centímetro. Todas las personas que se encontraban en la playa contuvieron el aliento: ¿Acaso estaban siendo testigos de un verdadero milagro?

Joaquín, así era el nombre del presentador, así lo creyó de todo corazón. Cuando corría por encima de la superficie del agua, recordó un recuerdo de hacía ya la pila de tiempo: una tarde de verano, con el sonido de los grillos de fondo, en una isla muy pero que muy alejada de Reino Palmera. Él no era nada más que un niño que caminaba por las calles vacías del pueblo en donde vivían sus abuelos, con una pelota de fútbol en las manos y una gran sonrisa en el rostro.

Recién había pasado toda la tarde jugando con sus amigos y regresaba a casa de sus abuelos. Allí le esperaba la cena bien rica y después vería una película de acción en la tele con su padre, para luego irse a dormir. En aquellos momentos, aquel niño Joaquín era incapaz de imaginarse una vida mejor que aquella.

Entonces, una vieja anciana de aspecto misterioso le hice unos gestos: tenía un tenderete en la calle y se dedicaba a leer la fortuna a todo aquel que quisiera hacerlo. Ella nunca pedía dinero a cambio, ya que creía que su sabiduría pertenecía a la comunidad en la que vivía y, por eso mismo, no creía que fuera pertinente ponerle un precio.

—¡Oh, estás destinados a grandes cosas, chicos! En el futuro, hay una gran oscuridad que, por su corazón roto, quiere devorarlo todo para que no haya nada más que nada. ¡Y tú serás pieza clave para evitarlo, Joaquín! ¡Tú serás uno de los grandes héroes de todo el Archipiélago de las Mil Islas!

Muchos años en el futuro, mientras corría por encima del agua, Joaquín lloraba de felicidad y ya no dudaba de su valía, sino que la abrazaba con todas sus fuerzas y cada vez iba más y más deprisa. Estaba a punto de alcanzar la tortuhogar, entonces recuperaría a Tunante de las manos de las malvadas ladronas y puede que recuperase el verdadero y único amor de su vida. Ante esa posibilidad, los ojos de Joaquín brillaron de las lágrimas de felicidad que no dejaron de brotar.

Samanta, su antigua novia, lo había dejado después de ocho años de relación. Recordaba perfectamente la noche cuando había sucedido: Joaquín se encontraba jugando a la videoconsola cuando de pronto su sesión fue interrumpida con la siguiente frase:

—Joaquín. Me voy.

Samanta lo miraba con una expresión de honda tristeza en el rostro y tenía en la mano una maleta. El corazón de Joaquín dio un vuelco y, de pronto, las aventuras del héroe que viajaba a lo largo del reino matando monstruos ya no le parecía tan importante. Solo eran imágenes en la televisión, una manera de matar el tiempo, pero lo que moría ahora era el amor de Samanta.

—¿Pero qué dices?

Ella esbozó una sonrisa triste.

—¿No se supone que eres alguien especial? Y todo el tiempo que tienes libre te lo pasas jugando a la consola... No eres el hombre que pensaba que eras. No soporto ver cómo te marchitas día sin día, Joaquín. Por eso mismo tengo que marcharme, lo siento.

Y de pronto, Samanta ya no se encontraba en el salón gris de su casa. Solo él acompañado de su soledad, una que de pronto resultaba aterradora. En esos instantes, se dio cuenta de que ella era lo que más quería del mundo entero, ¿pero acaso se merecía a Samanta?

Ciertamente, ella tenía razón: últimamente únicamente lo que hacía era languidecer mientras intermitentemente jugaba a la consola. No era nada más que un miserable que se merecía haberla perdido y en esos momentos lo único que puedo hacer era llorar por aquella perdida que le destrozaba el corazón.

Un año después de ese terrible suceso, Joaquín sentía como la vida había regresado a él. Corría libre por encima del mar como el verdadero héroe que estaba destinado a ser. Le demostraría a Samanta que él merecía la pena, la recuperaría y de nuevo serían felices para siempre jamás. Poco importaba que se hubiera casado felizmente y estuviera embarazado de gemelos, de que vivía a una isla a cientos de kilómetros de distancia. ¡Menudencias!

—¡Soy jodidamente especial, joder! ¡Hostia! —chilló eufórico Joaquín y saltó del agua al amplio halcón que surgía a un lado de la casa —. ¡Soy un Dios!

—¡Esta es mi tortuhogar! —gritó Muma y preparó una bofetada.

Joaquín exhibió una sonrisa de medio lado, sabiendo perfectamente que la fuerza física de las mujeres es infinitamente inferior al de un hombre. Por eso mismo, no se intentó defender sino que le mostró la mejilla para que le diera el golpe. Luego ya arreglaría cuentas con ella y la otra ladrona a base de nalgadas, ya que a veces lo que necesita una mujer es unos golpes, suaves eso sí, para ponerlas en su sitio.

La bofetada lo mandó volando por encima de la barandilla del balcón y Joaquín cayó al agua.

Muma y Nuna se reían a mandíbula batiente al ver como Joaquín intentaba nadar con la misma gracia que un perro haciéndolo. Pronto, se hundió en las profundidades marinas y lo único que quedó de él fue el sombrero de copa, flotando con tristeza. La risa enmudeció en los labios de las mujeres y se lanzaron una mirada preocupada.

—Muma ¿Tú crees que estará bien? ¡No quiero cargar con otro muerto sobre mi conciencia! —clamó Nuna.

—Estará bien, estará bien —decía Muma y decidió que lo mejor era olvidarse de ese asunto. Además, ¿no era improbable que un hombre hubiera corrido un kilómetro por la superficie del agua? Sí, nada de eso pasó. Imposible.

La tortuhogar Tunante navegaba con velocidad por el manto azulado con su bonita cabezota de tortuga asomada. Las gaviotas raudas volaron sobre las cabezas de Muma y Nuna. El sol calentaba sin llegar a quemar, solo dando un calorcito agradable que provocaba modorra mañanera.

—¡Qué bien se sienta salir de esa isla apestosa! —vociferó Muma levantando las manos al cielo.

—Sí... ¡Ya estaba un poco cansada del Reino Palmera! ¡Y también de ser la Señora del Terror! —aúllo Nuna.

—Una cosa... —dijo Muma acercándose a la barandilla del balcón de la parte delantera y observando la cabezota verde oscura de la tortuhogar —. ¿Cómo se hace para conducir esto?

—Caray. Quizás sea como el Alexa, que le hablas y punto. Tunante. ¡Tunante! ¡Llevamos a un sitio bonito donde hagan buenos mojitos! —exigió Nuna a Tunante, pero no hubo ninguna indicación de que la tortuga entendiera nada.

—Lo mejor es no preocuparse, que seguro que Tunante sabe lo que se hace. Malo será que acabemos las dos muertas de hambre en mitad del océano rifándonos la pierna de quién nos vamos a comer —dijo Muma.

—¡¿Ehhh?! —Nuna enarcó una ceja, mirando con desconfianza a Muma que se metió en el interior de la casita por la puerta del balcón y, después, dijo para ella misma —: Pues habrá que ver si tenemos comida en esta casa, si no... 

Muma I (Finished)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora