Capítulo 88 "Piensa bien lo que haces y no te dejes llevar"

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Regresé a mi casa luego de la intensa tarde de futbol (aunque lo menos intenso, irónicamente, había sido el futbol). Como había predicho, el tremendo topetazo que me dio esa pelota endemoniada me sirvió como excusa para irme a mi casa, de donde nunca debería haber salido. Luego de escuchar a no se cuantas personas gritando a mi alrededor para preguntarme si estaba bien (algo irónico, pues gritando lo único que hacían era empeorar mi dolor de cabeza), decidí irme con José, el único que, para mi fortuna, no gritaba. De camino a casa paramos en el Tequila y me tomé una aspirina, así por lo menos hasta dentro de unas horas no tendría que preocuparme de que mi cabeza se partiera en dos. Ahora solo me quedaba llegar a mi casa y enterrar la cabeza en un agujero para no pensar en el oso que acababa de hacer. ¡Ah! A eso había que sumarle otros temas como lo que me había dicho Aarón, el castigo de la Caníbal, lo de mi madre, el beso de Edgar, la actitud de Poncho...

Así que decidí que lo primero era prepararse para entrar en el campo de batalla, alias "mi casa". Tan pronto como abrí la puerta, una maleta estuvo a punto de mandarme al hospital, por muy raro que pueda parecer. Me tropecé y no me caí por un golpe de buena suerte, el primero en mucho tiempo. Miré la envejecida maleta marrón con rencor y me dispuse a subir las escaleras, sin plantearme siquiera pasarme por la cocina para cenar. Por lo menos sacaría algo bueno del enojo con mi madre, una cintura de avispa que ni la Barbie.

- Dul – me llamó mi abuela. Ojalá no me hubieran puesto un diminutivo tan corto, si me llamara Leoponcia o algo así, en el tiempo en el que dicen mi nombre podría escabullirme.

- ¿Si? - pregunté con tono inexpresivo, asomándome por encima del pasamanos.

- Me alegro de que hayas vuelto, no sabía si tus mil galanes te dejarían despedirte de mi – bromeó deteniéndose el pie de la escalera.

- ¿Ya te vas?

- Si – respondió algo cortada, supongo que por mi tono seco.

Me miró con sospecha mientras bajaba por la escalera para darle un frío beso en la mejilla y desearle buen viaje con voz autómata.

- ¿Estás bien? - terminó por preguntar.

- Claro – le aseguré con énfasis.

- Igual y así puedes convencer a cierta taruga que vive contigo, pero no a mi – me advirtió con seriedad.

- Ella taruga y tu le solapas sus tarugadas, ¿no? - se me escapó.

Me hubiera llevado las manos a la boca o algo, pero de nada serviría, el daño ya estaba hecho. Y mejor, así podría angustiarse todo el viaje pensando en lo que yo le había dicho y ella me tenía que decir. Se lo merecía.

- ¿Qué...?

- Las escuché platicar antes, así que no me mientas, no tiene caso – la previne, oliéndome una sarta de nuevas e insultantes mentiras.

- Dul – dijo con voz temblorosa. Alzó una mano para tocarme, pero me aparté, como si me diera asco. En cierta forma si, me daba asco la forma en la que se habían reído de mi las dos.

- Ya te ibas, ¿no? - repliqué, desafiante.

- No, de hecho no – me contradijo con firmeza. Creo que ahí fue cuando decidió que una escuincla de diecisiete años no la asustaba, por muy enojada que pareciese.

- Pues yo ya no tengo nada más que decir, así que...

- Pero yo si.

- Me vale.

Volteé, con mi ego, dignidad y demás compañía, deseando encerrarme en mi habitación, poner la almohada sobre la cabeza hasta dejar de oponer resistencia. Lo malo es que yo había sacado la tozudez de mi abuela, y mientras que yo solo había contado con poco menos de dos décadas para practicarla, ella llevaba casi sesenta años haciéndolo. Por eso ganó.

Un Verano para RecordarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora